jueves, 23 de octubre de 2014

EL CONSEJO DE LOS LACRAGS

Buenas tardes de nuevo,

Lo prometido es deuda, por lo que a continuación os invito a leer el tercer capítulo de Crónicas Nerlingas I. La Traición Groning, "El consejo de los lacrags".

También comentaros que ya he comenzado a corregir las primeras maquetaciones que me han pasado desde la editorial. Unas cuantas horas de sueño menos y efecto ojos rojos sin necesidad de cámara fotográfica... Esperemos que sea para bien y El Sexto Clan quede aún mejor que la primera entrega.

Lo dicho, ¡a leer!

Agur,

Gorka




Era medianoche cuando Akrog, Kiril y Maikel llegaron a Alkoburgo. La ciudad dormía bajo la protección del cielo estrellado. El silencio era tan profundo que podían oírse los latidos de sus acelerados corazones.
      ―Dirijámonos a ver a tu padre ―le dijo Akrog a Maikel―. Es mejor no turbar las almas que duermen; mañana la noticia correrá como un venado huyendo de los lobos.
      Dejaron a Tranco atado a los maderos de un granero que encontraron a su paso y caminaron presurosamente a casa de Torilo. Una vez allí, despertaron al pobre infeliz de sus placenteros sueños y le contaron todo lo que había acontecido desde que la rueda de la carreta se quebró. Torilo, entre somnoliento y aturdido, no daba crédito a lo que escuchaba.
      Cuando Akrog terminó el acelerado relato, decidió informar de todo lo acontecido a Thuma, Dulba y Guilemin. Como ellos estaban fatigados por la marcha y Torilo hacía años que ya no montaba a caballo, resolvieron llamar a Thelmor y a los gemelos Oyvind e Ingvar. Les encomendarían la misión de avisar a los jefes de los clanes bilko, helko y celko y de hacerlos venir a Alkoburgo. Kiril fue en busca de su amigo Thelmor, mientras Maikel corría a casa de Oyvind y su hermano Ingvar. Antes de que Akrog y Torilo terminaran su conversación, Kiril y Maikel estaban de regreso con los tres mensajeros.
      ―Os agradezco la premura con la que habéis acudido a mi llamada ―les dijo Akrog―. En estos momentos no puedo detallaros lo que está ocurriendo, pero necesito que cabalguéis tan rápido como jamás lo hayáis hecho en busca de los lacrags bilko, celko y helko para comunicarles que Akrog les convoca con urgencia a una reunión en Alkoburgo. Tú, Oyvind, deberás dirigirte a Bilkoburgo y volver con Guilemin; tú, Ingvar, regresarás con Dulba; y tú Thelmor, apresúrate y trae contigo a Thuma.
      Los tres jóvenes asintieron con la cabeza sin pronunciar palabra alguna. Se encontraban confusos al oír las palabras de Akrog a la vez que asustados por las entrecortadas explicaciones que habían escuchado de boca de Kiril y Maikel. Akrog separó sus ropajes y de entre ellos tomó tres medallones. Eran tres representaciones del Kolkar, la enseña alka forjada en hierro. Se componía de un círculo central al que se unían otros cuatro más pequeños, teniendo cada uno de ellos un grabado en su interior. En el central aparecían unas runas que componían la palabra Alkhor, el nombre del fundador del clan, uno de los Primeros Nacidos. En los otros cuatro círculos se encontraban grabados el sol, una luna en cuarto creciente, unas olas representando el mar y tres árboles. En el reverso del gran círculo, nuevamente escrito con runas podía leerse la siguiente inscripción en el idioma de sus antepasados:

              Diosa Nerlinguia, venerada madre de los Primeros Nacidos,
               guíanos a través de montañas y bosques, de ríos y mares,
               en días soleados y en noches plenilúnicas y estrelladas,
               en días nublados y en noches oscuras y sin luna.
               Cinco clanes, una nación, una ciudad y una diosa.

      El Kolkar original de cada clan se hallaba enterrado en cada una de las cinco ciudades bajo las estatuas de la diosa Nerlinguia a las que adoraban. Simbolizaba una ofrenda a la tierra del hombre que la habita, la cual le había sido entregada por su diosa para cuidarla y cultivarla.
      ―Tomad cada uno de vosotros la enseña del clan de los alkos ―dijo Akrog a los tres mensajeros―. Así los lacrags sabrán que no se trata de una broma pesada. Y ahora id con Nerlinguia, y cabalgad más rápido que el viento ―terminó Akrog con solemnidad mientras les entregaba las enseñas.
      Sin más dilación, los tres jóvenes salieron de la casa y, montando a lomos de sus caballos, abandonaron entre las sombras de la noche la ciudad de Alkoburgo.

      La espera se alargó como si hubieran transcurrido varias lunas. La noche era estrellada y fría, pues el otoño se había instalado en Jactinia varias semanas atrás. A pesar de ello, Akrog contemplaba el cielo desde la puerta de la cabaña, buscando respuestas en aquel mar de diminutas luces que se agolpaban en torno a la luna. Kiril y Maikel hablaban entre susurros, sin poder explicarse todavía qué era lo que estaba ocurriendo. Mientras, Torilo cabeceaba, soñando casi despierto con un suculento asado de ciervo.
      Avanzaba la madrugada, y el silencio de la noche traspasaba sus oídos, jugueteando al tiempo con sus languidecientes ojos. La tensa calma fue repentinamente rota por un ruido de caballos en la lejanía. En unos minutos llegaron Oyvind y Guilemin desde Bilkoburgo, la ciudad más cercana a Alkoburgo. No tuvieron que esperar mucho más para que aparecieran Thelmor y Thuma e Ingvar y Dulba.
      ―Viejo loco ―dijo Dulba, el último en llegar―, espero que tengas motivos importantes para despertarnos en mitad de la noche y traernos casi arrastras hasta tu cabaña. Tu emisario se apareció como un búho en la noche, pero el sonido con el que batían sus alas no fue presagio de buenas nuevas ―finalizó el lacrag celko.
      ―Pasad mis queridos amigos, pues no son gratas las noticias que os he de contar. Pasad y acomodaos ―dijo Akrog.
      Todos entraron en la casa. Thelmor, Ingvar, Oyvind, Maikel y Kiril se quedaron en un rincón, mientras los demás se sentaron en torno a la mesa principal.
      ―Despierta Torilo, viejo dormilón. ¿Es que lo único que sabes hacer es comer y dormir? ―dijo Guilemin.
      Torilo despertó de su frágil sueño y todos rieron. Se saludaron y al instante Akrog comenzó a relatarles los acontecimientos ocurridos en el umbral del Bosque de Alkos. Esas fueron las últimas carcajadas que se oyeron aquella noche.
      Una vez que todos estuvieron al corriente de lo que había sucedido, comenzaron a preguntarse qué motivos tendrían los bunkos para vestir ropajes de guerra, así como el significado de las órdenes de dirigirse al Río Grazemberg en el límite sur de los territorios groning.
      ―Solamente hay dos posibles explicaciones para tan extraño comportamiento ―dijo Guilemin―. La primera es que el estúpido de Torko y sus aires de grandeza le lleven a provocar a los gronings con alguna escaramuza para entrar en guerra con ellos. De esa forma, el ejército nerlingo, liderado por su grandioso Rey les derrotará y sus hazañas serán recordadas en loas y canciones por todos los tiempos venideros. La segunda es que sea aún más estúpido si cabe y entre en tratos con los gronings, para de alguna manera conseguir mayor poder que el que le otorga el cargo de regente nerlingo.
      ―Nadie que entre en tratos con Zornik podrá salir indemne, sin perder su alma o su vida ―respondió Dulba.
      ―Y si lo que pretende Torko es la guerra con los gronings ―continuó Thuma―, quizá se encuentre solo para defenderse de tan peligroso enemigo.
      ―Sea lo que sea lo que pretenda el bunko, debemos apresurarnos y recuperar la iniciativa perdida, pues quizá dentro de diez lunas sea demasiado tarde para remediar lo inevitable ―dijo Akrog―. Propongo que al amanecer nos dirijamos a Lothikaton y convoquemos el Consejo de los Lacrags, donde Torko deberá detallarnos todos sus planes y cual es el fin último al que obedecen los movimientos de sus soldados.
      ―Estoy totalmente de acuerdo contigo ―contestó Guilemin.
      ―¡Y yo! ―respondieron al unísono Dulba y Thuma.
      ―Qué así sea entonces. Y ahora, descansemos, pues la noche se acaba y mañana nos espera una dura jornada que quizá cambie el futuro de nuestro pueblo ―sentenció Akrog―. Gracias a vosotros, mis jóvenes amigos ―dijo ahora dirigiéndose a los tres improvisados emisarios―. Nunca olvidaré lo que habéis hecho esta noche. Os dispenso, pues también vosotros debéis dormir.
      Ellos asintieron con la cabeza y, esbozando una leve sonrisa de satisfacción, se despidieron de los allí presentes. Los demás buscaron acomodo en sillas, camas e incluso en el suelo. Para cuando ya todos habían conseguido instalarse de una u otra forma, Torilo roncaba como un jabalí comiendo bellotas.

      ―Despierta, Guilemin. Y tú también, Thuma. Y todos los demás, vamos levantaros ―dijo Akrog.
      Comenzaba a amanecer y una brillante luz emergía tras las Montañas Nerlingas, dibujando con perfecta nitidez el perfil de sus puntiagudos picos.
      ―Si no fueses tú, ya estarías ensartado en mi espada. ¡Maldita sea!, nadie se atreve a perturbar mis sueños dos veces en la misma noche sin recibir su merecido ―se desperezó refunfuñando Thuma.
      ―Vamos, Torilo, regresa al mundo de los conscientes ―bromeó Akrog, mientras el pobre Torilo apenas podía mantener los dos ojos abiertos al mismo tiempo.
      Kiril y Maikel fueron los primeros en levantarse y comenzaron a preparar el desayuno. Torilo, quien luchaba por desperezarse, fue a dar de comer a los caballos y prepararlos para la cabalgada hacia Lothikaton. Los demás se colocaban sus botas a la vez que trataban de aclarar sus ideas, sumergiendo las cabezas en la cristalina y helada agua robada el día anterior al Lago Argul.
      Todos devoraron el desayuno, bien por estar hambrientos bien por las ganas de partir lo más velozmente posible hacia Lothikaton. Maikel y Kiril se despidieron de los lacrags deseándoles la mayor de las venturas en su encuentro con Torko. Ellos debían regresar al Bosque de Alkos a recoger la leña que dejaron allí, además de reparar la rueda derecha de su carreta. Por lo que pudiera pasar, los dos jóvenes portaban sus carcajs llenos de flechas y sus espadas colgando del cinturón.
      ―Evitad cualquier lucha con los bunkos si aparecen de nuevo merodeando por el bosque ―dijo Akrog―. Primero debemos cerciorarnos qué es lo que está ocurriendo. Solo entrad en combate si realmente corre peligro vuestra vida.
      ―Así lo haremos. Pero como bien sabes, nadie conoce el bosque mejor que nosotros, por lo que si avistamos algún bunko correremos a ocultarnos en él ―respondió Kiril.
      ―¡Que Nerlinguia os acompañe! ―dijo Akrog.
      ―¡Y a vosotros, señores lacrags! ―respondieron Kiril y Maikel.
      Y dicho esto, los dos jóvenes se dirigieron al granero donde Tranco había pasado la noche. Imitando a los jóvenes nerlingos, los cuatro lacrags ensillaron a sus caballos y abandonaron Alkoburgo al galope.

      Como una estampa robada al pasado, los lacrags cabalgaban velozmente bordeando el Lago Argul. Sus blancos cabellos peinados por el viento y su encorvada espalda formando una única figura con su montura. Pedazos de tierra y hierba saltaban detrás de ellos, arrancados del suelo por el poderoso galope de los caballos. El sol comenzaba a elevarse y sus rayos golpeaban los azules ojos de los jinetes. Entretanto, una bandada de patos salvajes se posaba en las frías y tranquilas aguas del lago.
      El grupo avanzaba a gran velocidad. Ya habían dejado atrás Bilkoburgo y avistaban en el horizonte Helkoburgo. Paulatinamente aumentaron el galope de sus caballos, mientras éstos resoplaban con sus corazones palpitando fuertemente, bombeando la sangre que alimentaba los músculos de sus potentes patas. Unos kilómetros antes de llegar a la capital helka, tomaron un desvío campo a través para atajar su marcha hacia Lothikaton. Apenas diez kilómetros los separaban de la capital, cuando advirtieron a lo lejos una partida de hombres a caballo. Akrog, que iba en cabeza del grupo, levantó su mano derecha y detuvo a su corcel. Los cuatro lacrags se hicieron a un lado ocultándose entre un grupo de frondosos árboles. A unos quinientos metros una patrulla de jinetes armados con lanzas, cruzaban perpendicularmente a la dirección que ellos seguían.
      ―Lanceros bunkos nuevamente ―dijo Akrog.
      ―En verdad parece que entre ellos y tú, mi amigo Akrog, hay una fuerte atracción ―respondió bromeando Thuma.
      ―Juraría que patrullan en círculo alrededor de Lothikaton ―respondió Guilemin.
      ―Y probablemente no sea el único grupo. Puede que esperen una visita, pero no del todo amigable ―dijo Dulba.
      Los lanceros pasaron sin percatarse de la presencia de los lacrags y continuaron la vigilancia en dirección noreste, bordeando Lothikaton hacia Celkoburgo.
      ―Reanudemos la marcha ―dijo Akrog―. Nuevas preguntas me asaltan y estoy impaciente por oír las respuestas de Torko. ¡Adelante! ―y espoleando a su caballo, Akrog abandonó el cobijo del pequeño bosquecillo y como una flecha se dirigió hacia la capital nerlinga seguido por sus compañeros de viaje.
      Tras subir un pequeño desnivel y bordear otra arboleda, descendieron para volver a trepar, llegando por fin a divisar las primeras cabañas que se esparcían en derredor de Lothikaton. Al fondo, majestuoso, les daba la bienvenida el Lago Argul, cuyas azules aguas comenzaban a adornarse de centelleantes reflejos plateados. El grupo redujo ligeramente su ritmo para no levantar demasiado revuelo entre las gentes del clan bunko que ahora habitaban aquellas cabañas.    
      Cuando se encontraban a unos quinientos metros del castillo, se oyeron los primeros gritos de los vigías apostados en las almenas.
      ―¡Atención! ¡Un grupo de cuatro hombres a caballo se acerca!
      Apenas unos segundos después, las puertas del castillo comenzaron a elevarse y, del interior del mismo, al igual que un oso sale de su caverna cuando alguien perturba su placentero sueño,  surgieron diez hombres armados con lanzas, que al galope se dirigieron al encuentro de los lacrags. Cuando se encontraron a una distancia en la que pudieron distinguir con nitidez al grupo, se percataron que se trataba de los jefes de los otros clanes, por lo que bajaron sus armas y depusieron el gesto amenazante con el que se habían aproximado.
      ―¡Saludos, amigos lacrags! ¿Cuál es el motivo por el que nos honráis con vuestra visita? ―preguntó el que parecía el jefe del grupo de los bunkos.
      ―Ciertas nuevas han llegado a nuestros oídos sobre los hermanos bunkos, y nos gustaría confirmarlas o desmentirlas hablando con vuestro lacrag Torko ―respondió Akrog.
      ―¿Cuáles son esas noticias? ―preguntó inquisitoriamente el bunko.
      ―Creo que eso no te compete y solamente lo discutiremos con tu lacrag ―respondió con firmeza Akrog―. Lo que si puedo adelantarte, es que no comprendo el motivo por el que vistes con cotas de malla, como si estuvieses preparado para el combate. ¿Es que acaso hemos entrado en guerra con algún pueblo vecino? ―respondió con otra pregunta sibilinamente Akrog.
      El bunko no respondió, y con gesto ofendido, solamente dijo:
      ―Os llevaré ante Torko ―y girando sobre si mismo se dirigió con los otros lanceros hacia el castillo. Detrás de ellos, los cuatro lacrags los siguieron con gesto serio.
      Una vez que el grupo entró en el castillo, el jefe bunko se adelantó y presurosamente se dirigió a avisar al Rey. Al cabo de unos minutos, un sonriente Torko aparecía en el umbral de la puerta. Altivo, como emborrachado de poder, se acercó pausadamente hacia los otros lacrags.
      ―¡Sed bienvenidos, mis queridos hermanos! ¿A qué debo el honor de esta inesperada visita? ¿Pudiera ser que añoraseis una buena comida como la degustada en la Ceremonia del Tránsito? ―preguntó al tiempo que sonreía.
       Los lacrags fruncieron el ceño tensando todos los músculos de sus rostros. Fue Akrog quien rompió el violento silencio.
      ―No creo que esta sea una buena ocasión para bromear ―habló con tono serio dejando entrever su enfado―. Extraños acontecimientos han acaecido los últimos días ―continuó―, y no encontrando explicación coherente a tales hechos, decidimos acudir a tu presencia y exigirte que convoques el Consejo de los Lacrags para esclarecer y dar respuesta a todas las cuestiones que debemos exponerte.
      ―¡Ja, ja, ja! ―se carcajeó Torko, mientras el grupo le miraba con perplejidad―. Solo algo semejante a la huida de Primera Tierra puede acontecer para que tus palabras suenen de esa manera. Mi querido Akrog, te pido que tú y los demás os tranquilicéis, paséis al interior del castillo y degustéis un buen vaso de biluk. Y si después seguís pensando que el mundo se estremece y derrumba a vuestro alrededor convocaremos el consejo. ¡Ja, ja, ja! ¡Acompañadme! ―gritó Torko mientras seguía riendo burlonamente.
      Guilemin encendido de ira echó mano a su espada, pero rápidamente Dulba sujetó su brazo y con una mirada penetrante le instó a tranquilizarse. Akrog y Thuma bajaron de sus monturas y esperaron a que Dulba y el enfurecido Guilemin hicieran lo propio. Los cuatro estaban irritados, pues Torko los había tratado con mofa y burla, cuando menos sus palabras eran un desplante hacia la autoridad que ellos representaban.
      A regañadientes Guilemin entró en la estancia donde días antes habían celebrado la Ceremonia del Tránsito. Torko les ofreció biluk, pero ellos la rechazaron.
      ―Está bien, veo que despreciáis mi hospitalidad. No acudís a mi casa como el hermano que visita el hogar de otro hermano ―dijo Torko endureciendo el tono de sus palabras.
      ―Pero también es verdad que nunca un buen hermano traicionaría a su hermano, y menos aún trataría de matarlo ―respondió Akrog.
       ―Graves son tus acusaciones ―se dirigió con gesto ofendido a Akrog―. Llamas mentirosos, traidores y asesinos a tus hermanos bunkos. ¿Acaso tienes alguna prueba para ensañarte de esa manera con nuestro clan? No tendrás mejor prueba de mi hermandad como ésta, pues tus acusaciones merecerían que mi espada  te partiese en dos ―gritó Torko mientras lanzaba su vaso al suelo―.  Y ahora soy yo quien solicita con urgencia el Consejo de los Lacrags pues tus palabras no pueden quedar impunes.
      ―Por una vez estamos de acuerdo ―saltó Guilemin.
      ―Pasemos a la estancia sin más demora ―dijo Dulba―. Muchas e importantes son las cuestiones que hemos de tratar.
      Los cinco nerlingos se dirigieron a una de las estancias del castillo que era utilizada para los consejos y reuniones de los lacrags. Austera como las demás habitaciones del castillo, únicamente estaba decorada con los cinco estandartes de los clanes, y situada en el centro de la misma se ubicaba una mesa de piedra que constaba de seis lados. En cada sextante se había tallado la letra inicial de los clanes, excepto en uno de ellos, que figuraba la runa K, de la palabra Kelkior, que significaba perdido; hacía referencia a la parte de la nación que decidió establecerse a orillas del mar, separándose de los cinco clanes durante el éxodo de Primera Tierra. Los cinco nerlingos ocuparon sus puestos correspondientes dejando libre el sextante K, en el que colocaron una imagen de la diosa Nerlinguia como símbolo de protección a sus hermanos perdidos.
      Akrog comenzó a hablar explicando a Torko todo lo que había sucedido el día anterior desde que se rompió la rueda de su carreta en el linde del Bosque de Alkos. Habló de la partida de bunkos, de sus ropas de guerra, de las amenazas de muerte de su jefe, de la cita dentro de una luna en el Río Grazemberg, de su apresurada reunión con Guilemin, Dulba y Thuma, del avistamiento de nuevas patrullas bunkas y del hostil recibimiento a las puertas de Lothikaton. Mientras duró la exposición de Akrog, Torko le escuchó atentamente y ni una sola palabra salió de su boca. Una vez hubo terminado el lacrag alko, Guilemin exigió explicaciones por la existencia de grupos de bunkos armados en tiempos de paz, cuestión ésta que completaron Dulba y Thuma al considerar inexplicable una reunión de un clan nerlingo en las proximidades del territorio groning. Fue entonces cuando Torko tomó la palabra y esbozando una sonrisa burlona dijo:
      ―Mi noble cabeza de lacrag sigue sin poder comprender semejante alboroto. Parecéis viejas asustadas por un minúsculo ratón. Debería renegar de vosotros como jefes de clan, pues si perdéis la calma por estas cuestiones que me acabáis de relatar, pobre de nuestro pueblo si algún día se enfrenta a un problema de verdadera envergadura teniéndoos a vosotros como regentes. He de deciros, que dentro de tres lunas tenía previsto convocaros en consejo, pero visto que vuestra impaciencia es más fuerte que vuestra cordura, deberé adelantar mi idea inicial y exponeros ahora el plan que dará grandeza y esplendor a nuestro pueblo. Quizás así dejéis de comportaros como rancios regentes.
      Los lacrags cruzaron sus miradas. Seguían sin entender nada de lo que allí ocurría. Por el contrario, Torko estaba satisfecho por el golpe de efecto que había logrado. No había nada que pudiera agradarle más, que los otros lacrags hubiesen venido asustados arrastrándose a su ahora castillo, demandando respuestas de un plan que años atrás había comenzado a maquinar. Como un genio a punto de mostrar su obra maestra, Torko hinchó los pulmones, mezcla de aire, mezcla de soberbia, y comenzó a descubrir aquello que sin él saberlo cambiaría para siempre el destino de su nación y el del resto de pueblos de Jactinia y Tierra Conocida.
      ―Mi gran proyecto es el siguiente ―comenzó ansioso Torko dispuesto a desvelarlo sin más rodeos―. Nuestro pueblo nerlingo sellará una alianza de sangre con el pueblo groning... ―y sin que Torko pudiera continuar, Guilemin saltó enfurecido de su silla gritando.
      ―¡Nunca! ¡Nunca nos aliaremos con esos bárbaros groning! ―gritó Guilemin―. ¿Es que acaso has perdido la razón, Torko? ¿Quieres que nos convirtamos en la misma raza sanguinaria que ellos?
       ―¡Basta! ¡Dejadme terminar! ―y a regañadientes Guilemin aconsejado por los demás volvió a sentarse―. Como os he dicho, sellaremos una alianza de sangre con el pueblo groning. ¿De qué manera? Uno de nuestros hijos contraerá matrimonio con la hija del Rey Zornik, Ihola, y de esta manera ambos pueblos recorrerán juntos para siempre el camino de la paz, y formarán la nación más grande y poderosa no solo de Jactinia, sino de toda Tierra Conocida. Podrán lanzarse a la conquista del resto de tierras y dominar el mundo ―y los ojos de Torko brillaron de forma maligna, con el fulgor de un fuego avivado por el viento de la codicia.
      Akrog percibió ese brillo y sintió como su pueblo irremediablemente se acercaba a un abismo del que nunca podría escapar.
      ―Torko ―interrogó Thuma al jefe bunko―, ¿qué es lo que reflejan tus palabras? Rectitud en tu actuar, buscando la fraternidad entre los moradores de Jactinia que nos provea de un futuro pleno de paz, o insaciables ansias de poder en la búsqueda de la alianza mortal con los bárbaros, la cual te permita compartir el dominio del mundo junto al despreciable Zornik. ¿Es que acaso la ambición ciega de tal forma tus ojos que te impide ver que jamás Zornik compartiría con nadie ni un mísero trozo de pan seco?
      ―Si continuas transitando por esta peligrosa senda ―continuó Akrog―, llevarás a nuestro pueblo a la destrucción. Te ruego encarecidamente que abandones esa idea.
      Torko enrojeció de ira, pues no alcanzaba a comprender cómo los otros lacrags no compartían su faraónica visión de alianzas, imperios y poder.
      ―¿Por qué os atrevéis a poner en duda mi buena fe? ―respondió airadamente Torko―. ¿Creéis que no compartiría con vosotros la gloria de nuestras conquistas? Nuevamente me ofendéis, pero yo os demostraré que estáis equivocados. Por ello, mañana volveremos a reunirnos en esta misma sala. Os mostraré las pruebas que darán validez a mis palabras; pues al amanecer mis emisarios regresarán, desde las orillas del Río Grazemberg, con noticias sobre la propuesta de alianza que realicé a Zornik y la cual confío que acepte sin ningún tipo de concesión. Pero hasta el nuevo día no volveré a hablar. Espero que aceptéis mi hospitalidad y permanezcáis en Lothikaton hasta la llegada de mis hombres.
      ―De acuerdo ―habló Dulba―, pero ten presente que no podrás tomar ninguna decisión por cuenta propia. Necesitarás el consenso de todos nosotros. Mañana desgranaremos el mensaje de Zornik, sopesando los pros y los contras de su propuesta.
      ―Aunque ten claro que difícilmente encontrarás mi apoyo para una alianza con esos salvajes ―contestó rabioso el impulsivo Guilemin.
      Sin pronunciar otra palabra, Torko se levantó de su silla y abandonó la estancia. La puerta retumbó con un eco sordo al cerrarse tras la espalda del bunko. Y allí quedaron, entre boquiabiertos y enfurecidos, entre sorprendidos y traicionados, los cuatro lacrags.
      Una alianza con sus sempiternos enemigos. Esa era la cuestión a debatir. Y en verdad que no perdieron el tiempo, pues emplearon la mayor parte del día en discusiones y reflexiones. Mientras en la parte positiva valoraban la posibilidad de una paz estable y duradera, en el otro lado de la balanza sopesaban las altas probabilidades de una traición por parte de los gronings una vez se hubiesen ganado la confianza de los nerlingos. Y si uno trataba de otorgar confianza a Zornik, rápidamente otro intentaba poner luz en sus opiniones recordando los largos años de guerras padecidos. Así pasaron las horas hasta que la oscuridad de la noche comenzó a deslizarse lentamente por las pequeñas ventanas de la estancia. Cansados y hambrientos decidieron aparcar por unos momentos las reflexiones que les ocupaban para alimentar sus vacíos estómagos. Probablemente así verían las cosas con mayor claridad.
      Se dirigieron al comedor y allí degustaron una copiosa cena. Torko, todavía molesto por el rechazo que su plan había producido en los otros lacrags, no les acompañó durante la velada. Esto provocó comentarios recurrentes y alguna que otra broma sobre el orgulloso carácter de los bunkos. Finalizada la cena, se dirigieron nuevamente a la sala de reuniones. Tuvieron que encender unas antorchas pues la oscuridad de la noche de Jactinia se había apoderado de toda la estancia. Y allí, al amparo de una tenue luz parpadeante, permanecieron Thuma, Dulba, Guilemin y Akrog deliberando sobre el futuro de la nación nerlinga mientras remojaban por última vez ese día sus paladares con unas jarras de biluk.
       Al cabo de unas tres horas, y cuando el sueño comenzaba a apoderarse de ellos, alcanzaron un acuerdo. No fue del todo unánime, pero sí el que más apoyos recibió. Finalmente, y dependiendo de lo que recogiese el mensaje de Zornik a Torko, otorgarían un voto de confianza al pueblo groning, una ocasión de redimir todos los males que había causado en el pasado, a la vez que otro voto de confianza a Torko, valorando el paso que éste había dado tratando de hermanarse con sus enemigos para lograr una paz definitiva. No obstante aún existían muchas dudas sin resolver sobre el trasfondo de ese plan. Fue por ello que decidieron imponer una serie de condiciones al acuerdo:

  Los gronings podrían circular libremente por territorio nerlingo siempre y cuando fuesen desarmados.
  Los gronings nunca comenzarían una guerra contra otro pueblo sin antes comunicarlo y consensuarlo en el Consejo de los Lacrags al cual se uniría Zornik.
  Se mantendría el puesto fronterizo de vigilancia durante al menos diez años, hasta constatar definitivamente las buenas intenciones gronings.
  En el hipotético caso de una unificación de los dos pueblos, la capital sería Lothikaton y el regente de la nueva nación sería aquel que contrajera matrimonio con la hija de Zornik.  Ésta se casaría con el vencedor de la iokane (§), en la cual participarían solamente los hijos de los lacrags, que por derecho de linaje serán los futuros jefes de clan y regentes de la nación.
  Los cinco clanes seguirían adorando a la diosa Nerlinguia, no aceptando la imposición de los dioses del pueblo groning.
 
      Dulba y Thuma eran los más favorables al acuerdo, mientras que Akrog guiado por su experiencia e intuición  mantenía serias dudas. Por contra, Guilemin se oponía frontalmente al pacto. Los cuatro lacrags decidieron comunicar a Torko su decisión al día siguiente, tras escuchar el mensaje de Zornik, que traerían en mano el grupo de bunkos al que avistaron en el Bosque de Alkos.
      Sin muchas más ganas de hablar y con cierta resignación, se despidieron deseándose buenas noches. Se acomodaron en las habitaciones que Torko había ordenado preparar mientras durase su estancia en el castillo. Tan pronto cayeron dormidos comenzaron a soñar sobre días de paz y de guerra, sobre amistad y enemistad, convulsos sentimientos que envolvieron su descanso sumergiéndoles en una creciente espiral de desasosiego.


(§) La iokane era una prueba de fuerza, destreza y resistencia, en la que los nerlingos competían bien durante el transcurso de sus fiestas, bien para decidir algún contencioso en el que no se conseguía alcanzar acuerdo alguno. Consistía en una carrera de cerca de quince kilómetros de campo a través, en la que los participantes debían regresar al punto de partida con una bandera que solía colocarse en la copa de alguno de los árboles del recorrido, con la particularidad de que el árbol estaba protegido por lanzas u otros objetos punzantes. El ganador era aquel que finalizase el recorrido en primer lugar regresando con la bandera correspondiente.



 
 


 

domingo, 12 de octubre de 2014

COMIENZA LA CUENTA ATRÁS PARA "EL SEXTO CLAN"

Hola de nuevo nerlingos,

Quería informaros a todos que ya he comenzado el proceso para publicar la segunda entrega de Crónicas Nerlingas titulada El Sexto Clan. De acuerdo a las fechas en las que ahora nos encontramos, y si no hay mayores contratiempos, espero que el libro pueda estar listo y disponible a la venta para las primeras semanas de diciembre.  

Para aquellos que no hayan comprado o leído el libro, voy a tratar en las próximas semanas de irles despertando el gusanillo de la lectura publicando de manera gratuita cinco capítulos de Crónicas Nerlingas I. La Traición Groning. Para los recién llegados, en dos entradas anteriores del blog podéis encontrar el Prólogo y el primero de los capítulos, Bajo el signo bunko.

Los siguientes capítulos que publicaré en esta y posteriores entradas son:
Ø  De ruedas, bosques y conspiraciones
Ø  El consejo de los Lacrags
Ø  El mensaje de Zornik
Ø  Días de espera
Ø  Adiós a Lothikaton

 Y ahora, disfrutad con la aventura nerlinga…

Hasta pronto,
 


Akrog y Kiril cruzaron el umbral de la cabaña que abandonaron tres años atrás para instalarse en Lothikaton. Se llevaron una grata sorpresa al descubrir que el resto del clan alko había adornado todo el interior de la misma con flores silvestres además de haberles preparado un suculento pastel en señal de bienvenida. Ambos cruzaron sus miradas y sonrieron.
      ―Creo que mañana por la mañana deberíamos acercarnos por casa del viejo Torilo a darle las gracias ―dijo Kiril.
      ―Comparto plenamente tu opinión ―respondió Akrog―. Incluso me atrevo a añadir que deberíamos compartir con él este sabroso pastel como desayuno. Pero ahora es tiempo de descansar. El viaje me ha fatigado y como bien dijiste mientras cabalgábamos, mañana debemos ir a recoger leña al bosque. Así pues, buenas noches, hijo mío.
      ―Buenas noches, padre ―dijo Kiril.
      Sin más demora entraron a sus dormitorios. Ambos miraron con deseo aquellas camas de madera cubiertas por pieles de oso que invitaban a tumbarse en ellas. Mientras Kiril cayó rápidamente dormido, Akrog no pudo conciliar el sueño a pesar de estar terriblemente fatigado. Aquella casa y en concreto aquella habitación le traían a la memoria infinidad de recuerdos, recuerdos de su añorada esposa que falleció tras el alumbramiento de Kiril. Recordaba las largas caminatas alrededor del Bosque de Alkos, los ratos que pasaban cultivando y recolectando los campos que lindaban con su cabaña, los paseos en barca por el Lago Argul y tantos otros momentos que ya nunca volverían. Una gran pena anidaba en su corazón por no haber visto crecer a su hijo Kiril al lado de su madre. Aunque él no cuestionaba su labor como padre, si entendía que nunca había podido llenar el vacío de cariño y comprensión que su madre le hubiera proporcionado. Y mientras Akrog permanecía sumergido en estas reflexiones, poco a poco el sueño fue apoderándose de él, hasta que finalmente cayó profundamente dormido.
      Unos suaves rayos de luz penetraron por las ventanas de la cabaña acariciando delicadamente los párpados de Kiril, quien se encontraba postrado sobre la cama con los ojos cerrados perdidos en el techo de la estancia. Esbozó una sonrisa estimulado por esa agradable sensación, que finalmente se transformó en un profundo bostezo una vez despertó. No sin cierta dificultad se levantó y, acercándose a la ventana, observó que las negras nubes que la pasada noche cubrían el cielo habían desaparecido. El paisaje que desde allí se divisaba era el reflejo del esplendor del otoño nerlingo. Alkoburgo estaba situado en un pequeño alto, a modo de atalaya, desde el que podía divisarse el Lago Argul en toda su extensión; por el oeste el frondoso y extenso Bosque de Alkos, y al norte las majestuosas Montañas Nerlingas, regios muros de roca que protegían a toda la nación.
      Por las chimeneas de las cabañas de Alkoburgo asomaban unos finos hilos de humo blanco, prueba evidente que una nueva jornada había comenzado y, entretanto unos desayunaban, otros ya abandonaban sus hogares para dirigirse a cultivar las tierras.
      Kiril permanecía ensimismado contemplando aquella bella estampa, cuando súbitamente los ruidosos pasos de su padre borraron de sus ojos aquella imagen.
      ―Apresúrate hijo, o en vez de desayunar el pastel con nuestro amigo Torilo, lo tendremos que comer como postre en la comida ―dijo Akrog.
      ―Me has sobresaltado padre. Estaba absorto disfrutando del nuevo día ―dijo Kiril.
      ―Pues despierta de una vez y acompáñame. Nos espera una larga jornada y debemos alimentarnos bien ―le espetó Akrog.
      ―En un instante estaré preparado ―respondió Kiril, y calzándose rápidamente las botas se dirigió en compañía de su padre a casa de Torilo.
      Los dos nerlingos salieron de la casa y engancharon a su caballo de tiro Tranco a la vieja carreta en la que cargarían la leña. Kiril se agachó mirando con gesto de preocupación una de las ruedas.
      ―Creo que sería conveniente arreglar la rueda derecha. Parece que uno de los radios está a punto de partirse ―dijo Kiril.
      ―Lo mismo dijiste hace tres años, pero tendrá que aguantar así un día más. Si nos detenemos a repararla nos demoraríamos demasiado. La leña escasea a estas alturas del año, por lo que no podemos retrasar la recogida ―respondió Akrog.
      ―Está bien padre, pero no deberíamos cargar en exceso la carreta si queremos volver a casa antes de que anochezca.
      ―¿Es que acaso temes a las alimañas del bosque? ―y carcajeándose Akrog azuzó a Tranco y comenzaron a caminar en dirección a la casa de Torilo.
      Torilo era íntimo amigo de Akrog y padre de Maikel, quien más que un camarada, era como un hermano para Kiril. La amistad entre ambas familias se remontaba generaciones atrás, pero los lazos que las unían se estrecharon aún más hace treinta años, cuando Torilo salvó a Akrog de una muerte segura. Todo ocurrió mientras galopaban por las inmediaciones del Bosque de Alkos siguiendo las huellas de un grupo de venados. El caballo de Akrog se trastabilló al apoyar sus patas delanteras sobre una pequeña zanja oculta bajo la maleza, lo que hizo que el lacrag alko cayera de su caballo. Mientras aún se revolcaba dolorido en el suelo y sin tiempo para reaccionar, se encontró a merced de un enorme oso gris que merodeaba por aquellos lares. Al ver a su amigo en peligro, Torilo saltó desde su caballo sobre la espalda de la bestia y clavándole un cuchillo en el cuello acabó con el oso cuando ya se disponía a dar un zarpazo mortal al indefenso Akrog. La piel del animal adorna desde entonces la alcoba del lacrag nerlingo, arropándole en las frías noches de invierno.
      Ambos amigos solían verse con frecuencia, ya fuera para hablar o para compartir una suculenta comida. En definitiva aquello que iban a hacer esa mañana. Cuando se encontraban a unos veinte metros de la casa, la puerta se abrió, y en el umbral de la misma apareció un sonriente Torilo.
      ―Sabías que vendríamos a compartir contigo el pastel, viejo zorro ―habló Akrog al tiempo que elevaba su brazo en señal de saludo.
      ―¡Por Nerlinguia, si yo mismo fui quien lo cocinó! ―respondió Torilo―. Daros prisa, o se enfriará el caldo de jabalí que he preparado.
      Akrog y Kiril dejaron a Tranco y la carreta en el establo y pasaron al interior de la casa. Sobre la mesa había cuatro vasos de los que emanaba un delicioso aroma. Torilo tomó un cuchillo y cortó en cuatro trozos el pastel.
      ―Enseguida vendrá Maikel ―dijo Torilo―. Acaba de ir a lavarse al lago y de paso traerá un poco de agua para los caballos.
      ―Intentaré convencerle para que nos acompañe... ―y sin que Kiril pudiera terminar la frase Maikel la completó.
      ―... a recoger leña. ¿Es que tú solo no eres capaz de cargar un poco de madera seca en la carreta? ―y mientras decía esto se acercó a Kiril y ambos se abrazaron.
      ―Ya basta de saludos, parecéis dos mujeres que no se hubieran visto en años. Mi estómago grazna como un cuervo hambriento y si no nos apresuramos, la única leña que encontraremos será la del establo de Torilo ―dijo Akrog.
      Kiril y Maikel se sentaron en torno a la mesa y rápidamente dieron cuenta del suculento desayuno. Durante el mismo Kiril le convenció para que los acompañase a cambio de realizar un pequeño concurso de tiro con arco después de la comida. Junto a su amigo Oyvind, ambos eran los mejores tiradores del clan y siempre que podían trataban de demostrar quien era el mejor. Fue por esto que Kiril regresó corriendo a casa a recoger su arco y su carcaj lleno de flechas. Durante ese lapso de tiempo, Akrog comentó a Torilo lo sucedido la víspera en Lothikaton con el clan bunko, ya que el padre de Maikel había regresado un día antes para preparar el retorno de Akrog y el resto del clan a Alkoburgo.
      ―Querido Akrog, yo también me siento turbado por las palabras de Torko ―dijo Torilo―. Presiento que los años de sosiego tocan a su fin. El bunko siempre fue soberbio y altivo, sin embargo detrás de esas palabras hay algo más que soberbia. Creo que los jefes de los clanes hicisteis bien en planificar una vigilancia sobre los movimientos de Torko.
      ―Sinceramente deseo que al final todo sea una falsa alarma y un exceso de suspicacia por nuestra parte, pero o mucho me equivoco o los planes de Torko podrían asemejarse a los de cualquier jefe groning ―dijo Akrog.
      ―Deberemos aguardar al desarrollo de los acontecimientos ―respondió Torilo.
      En ese momento apareció Maikel con su carcaj a la espalda y el arco en su mano. Parecía un auténtico guerrero, ya que siempre gustaba de vestir unas botas muy altas y cinturón de campaña, con un puñal en su parte derecha. Su gran altura y complexión hacían el resto.
      ―Ya regresa Kiril. Creo que es hora de partir hacia el Bosque de Alkos ―dijo Maikel.
      ―Tu hijo tiene razón, Torilo. Una vez más agradezco tu desinteresada hospitalidad. Estaremos de vuelta antes del anochecer, así que deséanos un buen día.
      ―Por supuesto, mi amigo Akrog. Ve y que Nerlinguia te acompañe. Y cuida de mi hijo ―añadió Torilo.
      ―Él bien sabe cuidarse por sí solo. ¿Es que no te has percatado que podría alzar tu orondo cuerpo con una sola mano? ―dijo Akrog, y todo rieron.
      Akrog y Maikel abandonaron la casa, dirigiéndose al establo donde les esperaba Kiril. Los dos jóvenes nerlingos montaron en la parte trasera de la carreta y Akrog condujo a Tranco. Poco a poco fueron alejándose de Alkoburgo bajo la atenta mirada de Torilo.
      El camino hacia el Bosque de Alkos no era muy largo pero si fatigoso. El primer tramo de unos cuatro kilómetros tenía una ligera pendiente que veía incrementada su dureza por el gran número de piedras que la jalonaban, por lo que Kiril y Maikel debieron bajar de la carreta para empujarla, ya que en algunos momentos el pobre Tranco no podía con ella. Una vez se suavizó la pendiente, ambos subieron de nuevo en la carreta, por lo que para el caballo la cuesta se empinó nuevamente. Tranco sabía que como todos los años debía subir al bosque, y que si duro era el ascenso por aquel pedregal, aún peor sería el camino de regreso a casa con más de cien kilos de leña sobre la carreta y un amo inquieto que le azuzaría para llegar a Alkoburgo antes que la noche cubriese hasta el último rincón de Tierra Conocida.
      La última parte del camino era totalmente llana, una vez que superaron el desnivel de terreno existente entre Alkoburgo y la pequeña colina desde la que se divisaba el bosque. Las piedras dieron paso a la verde hierba que poco a poco crecía en altura, hasta que junto a los arbustos y zarzales el paisaje tornaba a una pequeña selva a modo de antesala de la hermosa floresta que se erguía frente a ellos. El bosque era una gran concentración de robles y hayas, tal que apenas el sol podía penetrar en su interior, creando un extraño ambiente sombrío pero diáfano a la vez. Por doquier podían oírse los canturreos de los pájaros que anidaban en las copas de los árboles. Escasas eran las alimañas que moraban en el bosque, ya que a excepción de una familia de osos que solía ser vista por sus lindes, hacia años que nadie había tenido un desagradable encuentro con ningún otro animal salvaje.
      Debido a la frondosidad y escasez de luz era fácil perderse en él. Todos los alkos recordaban con mofa como una partida de orgullosos bunkos permanecieron caminando en círculo dentro del bosque durante dos días sin encontrar una salida. Esa era una situación por la que ellos, grandes conocedores del bosque, nunca pasarían. Además de recordar cada uno de sus árboles, arbustos y helechales, siempre tenían preparados varios escondites secretos en caso de necesidad apremiante en la que su vida corriese peligro, o simplemente para ocultarse de su mejor amigo y darle un buen susto. Ese había sido el caso de Kiril y Maikel, quienes muchas veces habían tenido como compañeros de juegos a su buen amigo Thelmor o a los gemelos Oyvind e Ingvar.
      Cuando parecía que aquel amasijo de zarzas y arbustos se tornaba impenetrable, repentinamente se abrió un claro que daba paso a un estrecho sendero que conducía al interior del bosque. Akrog dio orden  a los dos jóvenes de descender del carro y continuar a pie. Una vez que se hubieron internado unos trescientos metros en el bosque, Akrog detuvo al grupo.
      ―Este será un buen lugar para dejar la carreta y que Tranco descanse ―dijo―. Esas dos grandes piedras nos servirán de asiento a la hora de la comida.
      ―Y aquel árbol seco será un perfecto blanco para nuestro concurso de tiro con arco ―dijo Kiril.
      ―Siempre y cuando os hayáis ganado la comida recogiendo leña, pues veo que preferís el divertimento a cumplir con vuestras obligaciones ―contestó Akrog.
      ―No se preocupe lacrag ―dijo Maikel―, superaremos con creces sus expectativas.
      ―Permitidme que lo compruebe antes de la comida. Y ahora pongámonos a trabajar ―dijo Akrog―. Recordad siempre que está prohibido cortar un árbol sano entero; solamente recogeremos ramas caídas o troncos partidos por algún rayo, y en caso de no encontrar la suficiente leña podrá talarse una rama principal por árbol. Tened presente mis queridos jóvenes las leyes de Nerlinguia: “La naturaleza vive junto y en nosotros. Si ella muere, nosotros morimos. Si una parte de ella muere, pero se regenera, nuestro pueblo tendrá una larga y duradera descendencia; parte de sus miembros morirán, pero otros nuevos llevarán la sangre de la madre Nerlinguia en sus venas, como las nuevas ramas del árbol sienten la savia de la vida” ―finalizó Akrog solemnemente.
      Todos permanecieron en silencio durante unos instantes, pensativos, reflexionando sobre las palabras pronunciadas por Akrog y tratando de imaginar la belleza, sabiduría y majestuosidad de Nerlinguia, la madre de su pueblo. La calma fue rota por el canto de algunos jilgueros, por lo que nuevamente el grupo se movilizó. Los dos jóvenes tomaron sus hachas y comenzaron a recoger y cortar los restos de madera caídos que iban encontrando por el bosque. Siguiendo escrupulosamente las leyes nerlingas, no talaron un solo árbol por su tronco, y solamente se atrevieron a cortar ramas de aquellos árboles que eran más viejos.
      Akrog no podía seguir el ritmo de Kiril y Maikel, pero se afanaba en conseguir la mayor cantidad de leña posible. No se alejaron en exceso de la carreta, ya que aunque poco probable, el pobre Tranco podría sufrir el ataque de algún animal del bosque que vagabundease por allí en busca de comida.
      A pesar de que el día era soleado, debido a la imponente frondosidad del bosque, pocos eran los rayos de luz que podían penetrar entre las ramas, siendo la zona donde ellos se encontraban, casi en el linde del bosque con el valle, una de las más claras y luminosas. Pasaron cerca de tres horas recogiendo, cortando y acarreando leña a la carreta bajo la atenta mirada de Tranco que descansaba plácidamente. Lentamente el voraz apetito que se iba despertando en Kiril y Maikel hizo que se acrecentase el número de visitas a un zurrón que colgaba de la carreta, para tomar unos trozos de pan y queso.
      ―Valientes leñadores, os comportáis como dos ardillas hambrientas ―dijo Akrog entre enfadado y burlón―. Está bien, creo que ya es hora de comer, y habéis ganado justamente el derecho a llenar vuestros estómagos. Os felicito, habéis trabajado duro.
      ―Gracias ―contestaron al unísono los dos jóvenes.
      Y sin mediar otra palabra, los tres leñadores se sentaron sobre las grandes piedras y, hambrientos por el esfuerzo realizado, comenzaron a devorar la comida. La carreta presentaba un buen aspecto, prácticamente llena de leña, por lo que una hora más de recogida sería suficiente. Kiril y Maikel estaban contentos, pues con la felicitación que Akrog les había dispensado, aprobaba veladamente su torneo de tiro con arco, que era lo que verdaderamente ansiaban ambos jóvenes.
      Tras dar el último bocado a su manzana, tomando su arco y su carcaj, Maikel se incorporó de un salto y dijo:
      ―Yo, Maikel de la familia Borjulug, hijo de Torilo, reto al futuro lacrag de los alkos, a derribar la hoja que cuelga de la tercera rama del árbol seco.
      Akrog y Kiril rieron, aunque el jefe del clan alko se sintió orgulloso al oír como Maikel reconocía a su hijo como futuro lacrag del clan.
      ―Acepto gustoso tu reto, hijo de Torilo. Tus ojos verán como traspaso con mi flecha esa hoja cual sucio groning ―respondió Kiril.
      ―No se hable más, pues yo seré el juez del torneo ―añadió Akrog―. Lanzaréis vuestras flechas desde cincuenta pasos, comenzando por el retado y finalizando por el retador.
      Ambos asintieron con sus cabezas y se dirigieron hacia el árbol. Una vez llegaron a él observaron la hoja seca y, girando sobre si mismos, comenzaron la cuenta: uno, dos, tres, cuatro, cinco y así hasta los cincuenta pasos establecidos. Dieron un nuevo giro y encararon el viejo árbol. Kiril sería el primero en lanzar la flecha. Tomó una de las muchas que llevaba en su carcaj, la apoyó sobre el arco, tensó suave pero firmemente la cuerda, apuntó a la hoja conteniendo la respiración durante unos segundos y disparó. La flecha partió en dos la hoja arrancándola del árbol, clavándose cuatro robles más adelante.
      ―¡Increíble! ¡Imposible superar eso! ―exclamó Kiril orgulloso de su certero disparo.
      ―Tus palabras suenan a bravuconada de bunko. Verás ahora disparar al mejor arquero que haya pisado el Bosque de Alkos. Lacrag, le ruego fije un nuevo blanco para demostrar a su hijo quien es el mejor tirador ―espetó Maikel a Akrog.
      ―De acuerdo, mi querido Maikel ―dijo―. ¿Ves a tu derecha aquel árbol con un pequeño agujero en la mitad del tronco? Pues bien, prueba si eres capaz de introducir tu flecha en él.
      ―Veo que estás acostumbrado a elegir blancos muy fáciles para tu hijo ―se burló Maikel―. Prestad ahora atención.
      Maikel tomó una flecha y armó su brazo con el arco. Hizo una pausa mientras contenía la respiración y disparó. La cuerda silbó y la flecha se incrustó exactamente en el centro del agujero.
      ―¿Qué decía yo? ¿Quién es el mejor arquero de toda la nación nerlinga?  ―gritó Maikel.
      Y de esta manera, gradualmente los blancos iban aumentando en dificultad, pero los dos jóvenes no fallaban, por lo que a cada nuevo logro se envalentonaban más y más. Fue entonces cuando Akrog decidió que los jóvenes se tapasen los ojos con un pañuelo. Él se colocaría a cincuenta pasos blandiendo una rama, la cual los jóvenes deberían ensartar. Primero lo intentó Kiril, errando el tiro cerca de diez metros. A continuación Maikel hizo lo propio, clavando la flecha cerca del lugar donde Tranco contemplaba con nerviosismo el cariz que tomaban los acontecimientos, que podían llegar a convertirlo en la cena de esa noche. Fue entonces cuando Akrog decidió declarar nulo el torneo no sin antes añadir:
      ―Ambos queréis saber quien es el mejor arquero y yo os lo voy a mostrar. Dame ese pañuelo, Maikel ―y tomándolo de la mano del hijo de Torilo, Akrog se lo colocó alrededor de su cabeza cegando completamente sus azules ojos y pidió un arco y una flecha―. Ahora, Kiril, coge la rama y colócate donde tú quieras agitándola suavemente.
      Ambos jóvenes se miraron entre extrañados e incrédulos, a la vez que sonreían burlonamente ante el atrevimiento de Akrog. Kiril se alejó y, una vez que hubo contado los cincuenta pasos, comenzó a moverse lentamente en círculo a la vez que agitaba la rama con su brazo derecho. Akrog tensó el arco y permaneció inmóvil. Maikel lo observaba atentamente, cuando súbitamente el lacrag alko giró dos pasos a su izquierda y disparó la flecha. Su arco cantó y la saeta rompió en dos la rama que Kiril portaba en su mano. Kiril cayó al suelo de rodillas, asustado, su corazón a punto de estallar por la violencia de sus palpitaciones, mientras Maikel permanecía inmóvil, perplejo ante la proeza que había contemplado.
      ―¿Pero cómo...? ―fueron las primeras palabras que Maikel pudo pronunciar.
      ―Simplemente transformé el sentido de la vista en una percepción diferente, en la presencia ―explicó Akrog―. Por supuesto esto es mucho más sencillo y se realiza con mayor precisión si la persona que lo intenta no pierde el tiempo fanfarroneando sobre sus supuestas destrezas y habilidades ―y rompió a reír.
      Los dos jóvenes se sintieron humillados por el viejo nerlingo, pero aprendieron aquella lección para el resto de sus días.
      ―Una vez que ha quedado claro el nombre del mejor arquero de toda Tierra Conocida, continuemos recogiendo leña. Hemos llenado aproximadamente las dos terceras partes del carro, pero no habrá que demorarse, pues dentro de unas horas el sol se ocultará. Así pues, apresurémonos ―dijo Akrog.
      Rejuvenecido por su victoria en el improvisado concurso de tiro con arco, Akrog cargaba la leña a un ritmo igual o incluso superior al de los jóvenes nerlingos, lo que hizo que la recogida finalizase antes de lo previsto, por lo que aprovecharon para merendar los restos de alimentos que habían sobrado de la comida. Comenzaba a atardecer cuando el grupo inició feliz su marcha hacia Alkoburgo, al contrario que el caballo, para el cual la vuelta a casa era una auténtica odisea por aquellos empinados caminos pedregosos llenos de hierbajos y arbustos. Cuando el grupo se encontraba en los lindes del bosque, y como si Nerlinguia hubiera escuchado las plegarias de Tranco, una de las ruedas de la carreta se hundió en un pequeño bache y un penetrante crujido desató los peores presagios.
      ―¡Maldición! ―dijo Kiril mientras saltaba del carro―. ¡La rueda derecha se ha partido! Ya te advertí padre que no aguantaría tanto peso.
      Akrog farfulló un improperio ininteligible. Maikel descendía ahora del carro. Los tres observaron el estado en el que había quedado la rueda. Uno de los radios se había partido y la sujeción al eje estaba agrietada.
      ―La reparación no será sencilla, pero podemos intentarlo. El problema es que debemos descargar toda la leña de la carreta ―comentó Maikel.
      ―Está bien, pero tenemos que darnos prisa, porque hace rato que comenzó a atardecer y no tardará en caer la noche. Si no lo conseguimos dejaremos aquí la leña y mañana por la mañana la recogeremos, pues no me agradaría ser la cena de algún oso errante ―dijo Akrog, mientras recordaba el desagradable encuentro con aquel gran oso pardo.
      ―De acuerdo, pongámonos a trabajar ―dijo Kiril.
      Mientras Kiril y Maikel descargaban la leña, Akrog desató a Tranco de la carreta. Cuando se disponían a reparar la rueda con la carreta ya vacía, oyeron sonidos de cascos de caballos que se aproximaban. Maikel se acercó hacia la zona del camino en la que terminaba el claro. Rápidamente volvió sobre sus pasos agitando sus brazos enérgicamente, haciendo entender a Kiril y Akrog que debían esconderse. Cuando llegó donde padre e hijo se encontraban, les comunicó lo que acababa de ver.
      ―Una partida de bunkos a caballo, unos quince..., todos armados y con ropajes de guerra..., se dirigen hacia aquí ―habló Maikel jadeante.
      ―Padre, deberíamos ocultarnos. Nada bueno traerá a los bunkos a las tierras de nuestro clan ―dijo Kiril.
      ―Cierto es, más aún teniendo en cuenta las palabras que ayer pronunció su lacrag. Pero no nos apresuremos en juzgar los acontecimientos ―respondió Akrog en un tono más conciliador―. Por precaución bien haremos en ocultarnos en esta ocasión. Cojamos a Tranco y escondámonos en el bosque. Así averiguaremos que es lo que se proponen o hacia dónde se dirigen. Apresuraos, los jinetes se acercan. Guardad silencio.
      Los tres alkos y su caballo pnetraron en el bosque, desapareciendo sin dejar rastro, no en vano lo conocían a la perfección. Se ocultaron sin necesidad de adentrarse demasiado, ya que su objetivo además de no ser descubiertos era observar los movimientos de los soldados.
      Al cabo de aproximadamente un minuto, los bunkos irrumpieron en el claro que servía de antesala al Bosque de Alkos. Eran diez soldados, no quince como Maikel había creído ver, ataviados con ropas de guerra, cotas de malla y yelmos negros, color representativo del clan. Nueve de ellos portaban largas lanzas y redondos escudos adornados con un cuerno en el medio, además de espadas enfundadas en la cintura. El que parecía el jefe de la partida, llevaba una gran espada y una capa negra que colgaba de su espalda. Ninguno de ellos llevaba arcos, no en vano esa disciplina era dominaba por el clan alko, no así por los bunkos, quienes siempre habían destacado en combate por sus lanceros a caballo. Al entrar en el claro, el grupo disminuyó su galope, reduciéndolo hasta un suave trote. El jefe del grupo se detuvo repentinamente a la vez que parecía fijar su mirada en un punto.
      ―¡Maldita sea! ¡Han descubierto la carreta! ―susurró Akrog amparado tras las sombras del bosque.
      El grupo de lanceros se dirigió hacia el lugar donde los alkos la habían abandonado. El jefe bajó de su caballo y se acercó a ella. La observó y vio la rueda rota, así como la leña apilada a unos metros de distancia.
      ―Algún aldeano del clan alko vino a por leña y rompió la rueda de su carreta. Este radio estaba carcomido. A nadie más que a un idiota se le ocurriría cargar madera en una carreta en este estado ―dijo el jefe bunko.
      Akrog enrojeció de furia al oír aquellas palabras. Un bunko le había llamado aldeano e idiota, a él,  el lacrag del clan alko y hasta ayer Rey de todos los nerlingos. Parecía que su amor propio le iba a traicionar cuando Kiril le sujetó con su brazo y colocando el dedo índice sobre la boca le pidió que mantuviese la calma y guardase silencio. Mientras, Maikel sujetaba con sus dos manos la boca de Tranco para evitar que cualquier relincho del caballo pudiera delatar su presencia.
      ―Probablemente haya vuelto a Alkoburgo ―continuó el bunko―, pero no podemos poner en peligro la misión que se nos ha encomendado. Que cinco de vosotros revisen los lindes del bosque en dirección sur. El resto vendrá conmigo para comprobarlo en dirección norte. Si encontráis a alguien merodeando por los alrededores no dudéis en matarlo. Nos encontraremos en el paso de las Montañas Nerlingas. Y no os demoréis; no admitiré retrasos en nuestra cita dentro de una luna en el Río Grazemberg. ¡Adelante!.
      Grave y seca retumbó en el bosque la exclamación del jefe bunko, mientras un sudor frío recorría el cuerpo de los tres alkos. Permanecieron inmóviles en su escondite, hasta que el grupo se alejó. Pasaron todavía unos minutos hasta que Akrog, Kiril y Maikel abandonaron su refugio. Una sensación de miedo y excitación invadía a los dos jóvenes. Akrog, más sereno, reflexionó en voz alta.
      ―Mis peores presagios se han hecho realidad. No ha pasado ni un solo día y los bunkos se hallan en pie de guerra. Pero me pregunto, ¿contra quién? ¿Contra sus propios hermanos? ―Akrog se detuvo unos instantes, pero ninguno de los dos jóvenes se atrevió a decir nada―. Y algo que turba aún más mis pensamientos ―continuó―. ¿A qué se debe esa premura? ¿Qué objeto tiene esa cita en las orillas del Río Grazemberg? ¿Con quién se reunirán? No alcanzo a comprenderlo, esa parte de Jactinia,..., allí solo merodean...
      ―Gronings ―dijo Kiril, atreviéndose a romper el monólogo de Akrog.
      ―Tienes razón hijo mío, pero no imagino por qué los bunkos querrían hablar con los gronings. Ellos son los enemigos de la nación nerlinga..., no puede ser, no entra dentro de lo razonable.
      ―Yo no pienso que los bunkos vayan a reunirse con los gronings, pero si está claro que nada bueno traman. Esas ropas en tiempo de paz no son un buen augurio ―respondió Maikel.
      ―Sabias son tus palabras, Maikel ―dijo Akrog mientras su mirada se perdía en dirección a las Montañas Nerlingas―. Lo que ahora debemos hacer es dirigirnos a Alkoburgo tan rápido como podamos y convocar en consejo a nuestros hermanos bilkos, helkos y celkos, y una vez tomada una resolución, cabalgar al amanecer hacia Lothikaton en busca de Torko. Ese bribón deberá aclarar muchas cosas.
      Sin mediar otra palabra, los tres nerlingos y su caballo se dirigieron apresuradamente hacia Alkoburgo. El corazón de Akrog pareció envejecer repentinamente. Se sentía viejo y cansado. Las imágenes que habían asaltado su mente la pasada luna, cuando cabalgaba de vuelta a su hogar, volvían a repetirse. Sangrientas batallas que habían librado sus antepasados pasaban veloces ante sus ojos. Él, que tanto había luchado y que solamente anhelaba la paz y la tranquilidad en los últimos días de su larga vida, no se sentía con fuerzas para entrar en una nueva época de guerra y dolor. Giró su cabeza hacia el Bosque de Alkos, y allí vio su vieja carreta rota, vacía y abandonada, la leña esparcida por el suelo, baldío el esfuerzo de aquel día. Y pensó en la nación nerlinga, y en lo duro que fue el éxodo de la Primera Tierra, y en los años de guerras gronings hasta su definitivo establecimiento al amparo del Lago Argul. Y pensó cuan fácil podría destruirse todo aquello por la sed de poder de un solo hombre. Y mientras cuatro seres continuaban su desenfrenada carrera hacia Alkoburgo, allí permanecía inmóvil la vieja carreta, en la frontera del bosque y el valle, como presagio de tiempos de fractura y destrucción.