domingo, 30 de noviembre de 2014

UNA SEMANA MÁS EL SEXTO CLAN SE MANTIENE EN EL TOP DE VENTAS

Buenas noches nerlingos,

Por segunda semana consecutiva, Crónicas Nerlingas II. El Sexto Clan se mantiene en el número 2 del ranking de ventas del periódico Noticias de Gipuzkoa, solamente superado por súper-ventas como la también escritora donostiarra Dolores Redondo.
 
Gracias a todos los lectores de la saga de Crónicas Nerlingas por apostar por esta segunda entrega. Mención especial se merecen mis compañeros de Sakana SCoop que, ansiosos e impacientes por la publicación de El Sexto Clan, han sido los primeros en adquirir los ejemplares, dispensándoles una excelente y calurosa acogida, devorando con avidez las primeras páginas del libro nada más caer en sus manos, para poder descubrir el desenlace de la emboscada que sufrieron Kiril, Maikel y Oyvind al final de la primera entrega.
 
Os animo a que sigáis disfrutando con la lectura de las aventuras de los nerlingos y que entre todos, actuales y futuros lectores, mantengamos en lo más alto la saga de Crónicas Nerlingas.
 
Gorka
 
 

martes, 18 de noviembre de 2014

¡YA ESTÁ AQUÍ EL SEXTO CLAN!

Buenas tardes a todos,

Como en una buena carrera ciclista, con antelación sobre el horario previsto, he recibido los primeros ejemplares de Crónicas Nerlingas II. El Sexto Clan.
Ya están disponibles en librerías como Hontza y Elkar (así como en sus respectivas páginas web), y muy pronto en muchas más. Para los que habitualmente realizáis vuestras compras por Amazon, también podéis ya adquirir el libro a través de su portal.
 
Espero que sea del agrado de todos y que disfrutéis con su lectura aún más que lo que lo habéis hecho con Crónicas Nerlingas I. La Traición Groning.
Ya sabéis qué tenéis que hacer de aquí a Navidades: ¡corred a las librerías que se agotan!
 
 
 
Y como broche final a los capítulos que os prometí iría colgando en el blog, aquí tenéis el último de ellos: Adiós a Lothikaton.
A partir de aquí comienza la aventura...
 
 
 
Era el 14 de noviembre de 1045 según el calendario groning, el onceavo período también llamado como el del oso gris. Era la víspera de la llegada de los gronings a Lothikaton. Era la antesala de una nueva era, el último día de los Años Antiguos.
      La capital nerlinga era un auténtico hervidero de gentes en continuo trasiego. Se ultimaban los preparativos para los próximos tres días de fastos. Hombres y mujeres pertenecientes a los cinco clanes engalanaban la ciudad, a la vez que colaboraban en las labores de cocina e instalación de improvisadas tiendas de tela, para la ingente cantidad de personas que visitarían la ciudad los próximos días. La intendencia estaba resultando una actividad muy costosa, pues eran necesarios miles de kilos de alimentos y de litros de biluk para satisfacer las necesidades alimenticias que se generarían durante los festejos. Las bodegas y despensas de toda la región estaban vacías. Nunca antes se había producido un acontecimiento de igual magnitud en Jactinia.
      Un grupo de hombres se encontraba señalizando con banderas el recorrido de la iokane. A lo largo del mismo seleccionaron cinco de los árboles más altos y frondosos. En lo alto de sus copas colocaron cada una de las banderas de los clanes; alrededor y entre sus ramas, lanzas y todo tipo de objetos punzantes. El recorrido se completaba con un ascenso por un terreno pedregoso y embarrado, descendiendo a continuación por los campos que desembocaban en la parte norte de la ciudad, conduciendo a los participantes hasta la llegada situada a las puertas del castillo. Allí mismo varios carpinteros se apresuraban en terminar el montaje de un palco, desde el cual los lacrags junto al Rey Zornik y su hija Ihola observarían la llegada de los cinco jóvenes pretendientes.
      Partidas de lanceros bunkos junto con guerreros del resto de clanes montaban guardia alrededor de la ciudad. Desde el destacamento del Puente de Piedra llegaron días atrás noticias del cruce del Río Arquiri-Valu por parte del Rey Zornik y su séquito. La incursión en tierra nerlinga fue realizada pacíficamente, según decía el mensaje que portaba la paloma mensajera, noticias éstas que tranquilizaron notablemente a Akrog y al resto de lacrags.
 
      El día avanzaba inexorablemente, mientras todavía seguían llegando gentes de los burgos. Más de cuarenta mil personas se concentrarían en Lothikaton, sin incluir a Zornik y su séquito, previsiblemente en número aproximado de mil. Unos cientos de nerlingos permanecerían en los burgos realizando las labores de mantenimiento diarias. Pero sin duda, su curiosidad les impulsaría durante el transcurso de los festejos a acercarse durante unas horas a la capital.
      Akrog y Kiril ya se encontraban en Lothikaton, y por su rango de lacrag se hospedaban en el castillo, al igual que Guilemin, Dulba, Thuma y sus respectivos primogénitos. Torko se paseaba como un pavo real engalanado con sus más bellos plumajes, disfrutando cada instante, más aún si cabe desde que recibió el tranquilizador mensaje desde Puente de Piedra. Su hijo Droko caminaba por el exterior del castillo en compañía de los que mañana serían sus rivales. De carácter más humilde que su padre, no le importaba compartir esos momentos con Kiril, Anodrac, Olisen y Talik. Los cinco jóvenes discutían sobre la belleza de Ihola y apenas si se preocupaban de la dureza de la iokane o de quién sería el vencedor. Pactaron que la competición se desarrollaría en buena lid, y que nadie trataría de entorpecer la carrera de los demás. Bajo esos principios regirían en el futuro los designios de su pueblo. Savia joven para una nueva nación, decían a la vez que reían.
      El día tocaba a su fin y muchos corrieron a acostarse con la inocente creencia que antes llegaría el nuevo amanecer y con él el primero de los Nuevos Días; los años de la mariposa como muchos ya los llamaban, bromeando por la similitud entre el cambio de larva a crisálida y el producido en la relación de las dos naciones.
      En el castillo se ofrecía una suculenta cena en honor de los futuros campeones, con la que tomar fuerzas para afrontar la prueba de la iokane, la regencia y la nueva vida en la que se sumergiría el vencedor de la misma.
      Una vez finalizada la cena los comensales fueron abandonando la sala para dirigirse a sus aposentos. Kiril no fue una excepción y cansado por el viaje hasta Lothikaton trató de conciliar el sueño. Pero los nervios, que comenzaron a aflorar en él como el suave y continuo cambio de marea, se lo impidieron. Adivinando con intuición paternal lo que le sucedía a su hijo, Akrog entró en la habitación donde Kiril trataba de descansar.
      ―Buenas noches, hijo mío ―dijo Akrog.
      ―Me has asustado, padre ―dijo Kiril mientras se incorporaba―. Trataba de dormir, pero la verdad es que no he tenido demasiado éxito. Mis ojos se niegan a cerrarse, como queriendo permanecer aferrados al presente.
      ―No es de extrañar; a partir de mañana nuestras vidas ya no volverán a ser las mismas. Nuestro mundo no será igual a como hoy lo conocemos. Pase lo que pase, sé siempre fuerte y vive en la esperanza. Recuerda las enseñanzas que durante estos años te he transmitido ―dijo Akrog.
      ―Padre, hablas como si fuera a acontecer una fatalidad ―repuso Kiril―. No debes atormentarte más por la decisión tomada en el Consejo de los Lacrags. Libérate de esa carga, pues no fuiste el único que participaste en el consejo. El tiempo dictará si el camino que vamos a recorrer es el adecuado ―añadió Kiril a la vez que observaba los ojos de su padre.
      ―Siento que con el nuevo día abandonarás definitivamente mi brazo protector, y volarás solo en busca de tu destino. Te deseo la mejor de las venturas y rezo a Nerlinguia para que vele por ti ahora que yo ya no puedo hacerlo ―y agachándose sujetó con sus poderosas manos los hombros de Kiril y, con la suavidad con que un gato se desliza entre las piernas de su amo, le besó en la frente.
      Ambos se miraron durante unos segundos, hasta que Akrog despidiéndose con un gesto de su mano, dejó que Kiril volviese a intentar conciliar el sueño. Éste quedó pensativo y con cierta tristeza al comprobar la pesada carga que seguía soportando su padre. Pero igual de pesada era la que el propio Kiril sentía sobre sus jóvenes párpados, lo que hizo que sin darse cuenta cayera dormido. Akrog caminó por el pasillo del castillo y entró en su habitación. Se despojó de la ropa y se acostó en el lecho. Sin poder contener su tristeza decenas de lágrimas brotaron de sus ojos como el nacimiento de un caudaloso río, lágrimas que durante varias horas empaparon su almohada de pieles.
 
      La noche transcurrió en calma, solo importunada en ocasiones por un suave pero frío viento que producía extraños sonidos en el sereno silencio de la oscuridad. Finas y alargadas nubes viajaban por los cielos de Jactinia. A unas decenas de kilómetros de Lothikaton, al amparo de las Montañas Nerlingas, descansaba la caravana groning. Quienes recuerdan aquella noche, cuentan que fugaces destellos luminosos surgían de la tienda en la que el Rey Zornik descansaba. Incluso algunos aseguran que oyeron breves conversaciones en un extraño dialecto nunca antes escuchado.
      La madrugada parecía acortarse y viajar más rápido que nunca al encuentro del somnoliento amanecer, el cual a duras penas comenzaba a iluminar con una tenue luz Tierra Conocida. Los rayos del sol penetraban con dificultad entre la cortina de nubes que cubría el cielo, y solo ese persistente frío viento ayudaba a que la frágil luz otoñal acariciase los verdes prados que rodeaban a la capital nerlinga. Las aguas del Lago Argul permanecían en calma, solamente alteradas por la ocasional pesca furtiva de las aves tempranas. El primer día de los Nuevos Años había nacido.
      La caravana groning terminaba de levantar el campamento al pie de las Montañas Nerlingas y comenzaba a ensillar sus monturas. Cerca de mil hombres llegarían a Lothikaton dentro de unas horas. En el castillo, Torko y los suyos ya se habían puesto manos a la obra y ultimaban los detalles de los diversos ceremoniales que se llevarían a cabo durante el día. Los caminos que conducían a Lothikaton comenzaban a poblarse de gentes de todos los clanes, como una comunidad de hormigas que acuden a la llamada de su reina.
      En la parte alta del castillo, Thelmor, Maikel, Oyvind e Ingvar corrían por el pasillo a despertar a su amigo Kiril. Habían pasado la noche en una de las cabañas que rodeaban al castillo y su impaciencia les había hecho levantarse horas antes. No querían perderse ni un solo instante de aquel día.
      ―Despierta dormilón. Ni un grupo de gallos roncos conseguirían sobresaltarte ―dijo Thelmor.
      ―Si no te despiertas, llegarás a la iokane cuando tus contrincantes la hayan terminado ―añadió Maikel.
      ―Y no encontrarás un solo vaso de biluk, porque ya nos los habremos bebido todos ―dijo Oyvind mientras los demás reían.
      ―Está bien, ahora voy, pero dejarme desperezarme tranquilo. Entráis en mi habitación como osos en una colmena de abejas perturbando mi descanso. ¿Es así como pretendéis que gane la prueba? ―y sin que pudiera continuar hablando nuevamente Maikel trató de hacerle rabiar.
      ―Ni la prueba ni a la bella groning. Si eres tan rápido en la iokane como levantándote de la cama, terminará en brazos de Talik, Olisen y los demás, ¡ja, ja, ja! Pareces un oso hibernando ―y todos le hicieron coro.
      ―Te esperaremos en el comedor. Debes desayunar bien y remojar tu cabeza en las aguas del lago. Necesitas tener tu cuerpo y tu mente despejadas, sino te convertirás en el hazmerreír de los alkos ―dijo Ingvar mientras abandonaba la habitación con el resto de amigos.
      Kiril se incorporó frotándose sus cerrados ojos con los puños. Comenzó a vestirse nerviosamente, acelerado por el deseo de vivir intensamente ese histórico día para su pueblo. Se calzó las botas y bajó al comedor. Allí disfrutó del desayuno entre las bromas de sus compañeros de clan. En las otras mesas, Droko, Talik, Olisen y Anodrac departían amigablemente con los suyos. Se respiraba alegría y optimismo entre los más jóvenes, no así en la mesa que compartían Thuma, Dulba, Guilemin y Akrog. La responsabilidad atenazaba sus mandíbulas, apenas hablaban y a duras penas podían con el desayuno. Fueron los primeros en abandonar la sala, mientras sus hijos y amigos continuaban sus animadas conversaciones.
      Akrog se dirigió a la parte alta del castillo y entró en la habitación de su hijo. Como hizo la noche que convocó a los otros lacrags en Alkoburgo, extrajo de entre sus ropas el Kolkar del clan de los alkos y lo depositó suavemente sobre la desecha cama de Kiril. Tomó también un pequeño trozo de piel curada en la que había escrito algo y la colocó bajo el Kolkar. Una lágrima serpenteó por su rostro y un halo de tristeza envolvió la sala. Permaneció allí durante unos minutos, de pie, clavado frente a la enseña, despidiéndose de ella, del amuleto protector que le había acompañado desde que su padre Agroken se lo entregó. Sus ojos parpadearon y recobraron la consciencia. Miró por última vez el Kolkar y abandonó la habitación.
      Kiril ya había terminado su desayuno y limpiaba sus labios con un trapo. Recordó que había olvidado su cuchillo de caza en la habitación y subió a recuperarlo. Al abrir la puerta de la estancia vio algo que brilló con los rayos de luz que por ella penetraban. Se acercó al lecho en el que había descansado durante toda la noche y comprobó que lo que allí había era el legado de su padre. Tomó el Kolkar alko con las dos manos aferrándolo a su pecho. Luego desdobló suavemente el mensaje que Akrog había depositado bajo la enseña y comenzó a leerlo. La nota era breve y decía lo siguiente:
 
El tiempo es el dios de nuestra diosa,
el tiempo es nuestro amo y señor,
el tiempo es el dueño de nuestra vida y libertad.
 
Hoy finaliza la mía y comienza la tuya.
Deja que el tiempo te guíe y aconseje,
deja que el tiempo te conduzca a tu destino.
 
      Cierto fue que Kiril no alcanzó a comprender el significado del mensaje, mas creyó intuir que su padre deseaba que por fin volase solo en el gran día en que se convertiría en Rey de la nación más poderosa de Tierra Conocida. Sin embargo seguía percibiendo la pena que desde hace semanas soportaba su viejo corazón. Embargado por una rara tristeza, Kiril enrolló con cariño el mensaje y lo colocó junto al Kolkar. Alzó la mirada y rezó a su diosa, rogándole que le proporcionase fuerza y entereza para afrontar el mayor reto de su vida.
 
      Todo estaba preparado para el gran día. Una multitud se agolpaba en torno al castillo y en los caminos de acceso a Lothikaton unos cientos de rezagados caminaban apresuradamente. Los cinco lacrags estaban sentados en el palco y sus hijos charlaban en los aledaños del mismo. Varias compañías de soldados formaban para recibir a Zornik y los suyos. Maikel, Thelmor y los gemelos Oyvind e Ingvar hacía tiempo que se habían dirigido hacia el punto del recorrido de la iokane que días atrás habían elegido. En el ambiente se palpaba una inusitada expectación y un murmullo envolvía la ciudad, algo extraño en aquellas gentes calladas y silenciosas. En las almenas del castillo, los vigías lanzaban sus penetrantes miradas hacia los alrededores de la capital en busca de la caravana groning. Más de veinte hombres permanecían prestos a hacer sonar los cuernos de llamada en cuanto recibieran la esperada señal.
      La multitud comenzaba a impacientarse. Los lacrags giraban nerviosamente sus cabezas buscando al Rey groning. El viento comenzó a soplar con más intensidad y nuevas nubes se acercaron a Lothikaton. Un grupo de patos que nadaban en las aguas del Lago Argul alzó el vuelo repentinamente. A lo lejos se oyó el eco de cascos de caballos. Paulatinamente el sonido se fue haciendo más fuerte y continuo, hasta que un enérgico grito se elevó desde lo alto de las almenas.
      ―¡La caravana groning! ¡Llega la caravana groning! ―gritó uno de los centinelas, y sin que se apagase el eco de su voz, la estruendosa llamada de los cuernos nerlingos resonó en todo Lothikaton, llegando a oírse incluso en los caminos cercanos, lo que hizo apresurar aún más si cabe la marcha de los últimos rezagados que se dirigían a la capital.
      Segundos más tarde la cabecera del grupo apareció a la vista de los allí congregados. El gran grupo avanzaba homogéneamente, con paso firme, reduciendo la distancia que le separaba del palco presidencial. A su paso la gente retrocedía, temerosa frente al fiero aspecto de los gronings. Encabezaba la marcha un hombre a caballo portando el estandarte groning, un gran lobo negro sobre el que pendían dos espadas cruzadas, el fondo de color rojo intenso. A continuación, a un par de metros de distancia, le seguía el Rey Zornik flanqueado por dos de sus Mariscales. Su aspecto era demoníaco. Enfundado en un ajustado traje rojo, con capa y cota de malla negra, calzaba unas largas botas que le llegaban hasta las rodillas. Sin ser excesivamente alto ni corpulento, transmitía una sensación de gran poderío, y su rostro, de tez morena y gélidos y brillantes ojos oscuros, junto con su larga cabellera negra anudada en una trenza y su recortada barba, completaban la aterradora imagen que cada uno de los allí presentes había imaginado. En el lado derecho de su cuello, una curiosa marca de nacimiento asomaba a través de sus vestiduras. Sobre su brazo izquierdo, un halcón de aspecto fiero le acompañaba como fiel escudero.
      El resto de hombres que formaban la caravana vestían de forma similar, aunque su apariencia física era más variada; a pesar de que predominaban los morenos de ojos oscuros, también podían verse soldados de cabello rubio y ojos claros, e incluso hombres de color, fruto sin duda de la mezcla racial con pueblos sometidos por los gronings a lo largo de su belicosa historia. En mitad de la caravana marchaba Ihola, la hija de Zornik. Su belleza no tenía parangón con el resto de mujeres de Tierra Conocida. Su pelo negro y rizado como una tormenta en el mar, sus ojos verdes como esmeraldas incrustadas en su rostro, sus labios perfectamente perfilados y su esbelto cuerpo, generoso en formas, pronto hicieron que se convirtiese en centro de atención para Kiril, Olisen, Droko, Talik y Anodrac. Su cuello estaba adornado por un collar de plata del que colgaba un hermoso rubí incrustado en un anillo del mismo metal. Su cuerpo permanecía oculto tras un ajustado vestido de color blanco marfil, que contrastaba con la marea de colores rojos y negros que la rodeaban. Altiva como su padre, apenas si prestaba atención a los murmullos y exclamaciones que los nerlingos expresaban a su paso.
      La caravana groning llegó hasta el pie del palco. El portador del estandarte descabalgó de su montura, avanzó unos pasos y se arrodilló ante Torko. Extendió sus brazos y ofreció el estandarte al ahora Rey Nerlingo. Torko, orgulloso, lo tomó entre sus manos y mirando a Zornik lo agitó varias veces. Un grito de júbilo brotó de la garganta de los gronings. Torko hizo llamar a uno de sus soldados y ordenó colocar el estandarte junto a los distintivos de los clanes nerlingos. Zornik y sus dos Mariscales desmontaron y pausadamente se acercaron al palco, deteniéndose a unos metros de él, momento en el que saludaron con una solemne reverencia a los allí presentes. El Rey Zornik tomó la palabra.
      ―Saludos para Torko y los demás jefes nerlingos. Como prometí hace treinta lunas, me presento ante vosotros, nobles regentes de los cinco clanes nerlingos, en son de paz junto a mi pueblo y con los que a partir de hoy serán mis hermanos. Mi hija Ihola también me acompaña y, tanto ella como yo, quisiéramos conocer al que será el futuro Rey de nuestro pueblo.
      ―Bienvenido seas, Zornik ―respondió Torko, y le acompañaron en el saludo todos los lacrags―. A pesar de la incredulidad de otros, yo siempre tuve fe y confianza en tu palabra. Tu gesto, no hace más que corroborarla. En efecto, a partir de esta fecha, todos seremos hermanos e hijos de una misma nación, y la persona que regirá nuestro destino en compañía de tu hija Ihola será uno de estos cinco jóvenes.
      A un leve gesto de Zornik, Ihola se acercó al palco. Ella lo tomó del brazo y se aproximaron a donde permanecían expectantes los cinco nerlingos. Torko hizo las veces de anfitrión.
      ―Este es Kiril, hijo de Akrog, del clan de los alkos ―y Kiril se inclinó sin perder detalle de la bella Ihola.
      Cuando Zornik pasó a su lado sintió que su alma se estremecía, y un sudor frío recorrió su espalda al contemplar aquellos ojos, fríos como un témpano de hielo.
      ―Él es Anodrac, hijo de Dulba, del clan de los celkos ―y al igual que Kiril no perdió de vista a la hija de Zornik.
      ―Frente a ti, Olisen, hijo de Thuma, del clan de los helkos ―y como sus dos amigos realizó una cortés reverencia.
      ―Este es Talik, hijo de Guilemin, del clan de los bilkos ―y Torko apresurándose por presentar a su hijo, aceleró el paso.
      ―Y finalmente Droko, mi hijo, descendiente de la más noble dinastía bunka, será el representante de su clan y del actual Rey Nerlingo.
      Ihola observó someramente a los jóvenes sin prestarles excesiva atención, pareciendo no importarle cual de ellos se convertiría en su esposo. Finalizadas las presentaciones, Torko hizo lo propio con los lacrags, quienes de no muy buena gana tuvieron que estrechar la mano del hasta la fecha mortal enemigo. Zornik fue acomodado en un lateral del palco, al lado de su amigo Torko, quien se aferraba con orgullo al precioso báculo de mando nerlingo.
      ―Me alegra comprobar que respetaste las condiciones del pacto al ver que tus hombres acudieron desarmados ―dijo Torko.
      ―Mi buena fe es patente, pues pretendo que nuestra convivencia se base en la confianza y en el respeto de los acuerdos adoptados ―respondió Zornik.
      ―Espero que tus palabras perduren para siempre ―respondió Guilemin desde el otro extremo del palco.
      ―Comprendo vuestro recelo, mis amigos ―habló nuevamente Zornik―, pero deberemos tener una mutua confianza. Mis intenciones son nobles hacia el pueblo nerlingo. No deseo más vuestro mal. Como ya dije antes, a partir de hoy todos seremos hermanos e hijos de un mismo pueblo.
      Nadie contestó a las palabras del Rey groning, pero el silencio fue clarificador. Torko lo rompió llamando ante sí a los cinco participantes en la iokane.
      ―Jóvenes nerlingos, descendientes de nobles estirpes, futuros Reyes de nuestra nación. Hoy es el día más importante de vuestras cortas vidas. Hoy, uno de vosotros, se convertirá en el Rey de un nuevo pueblo. Por ello os pido que os entreguéis en la iokane, luchando en ella hasta la extenuación, pues ahora necesitamos al mejor de todos los posibles, alguien capaz de morir por sus hermanos, alguien que les dirija con brazo firme y ecuánime a la vez.
      Los cinco aspirantes sintieron que el peso de la responsabilidad les atenazaba, pero trataron de sobreponerse a ella con valentía. Dudaban sobre sus capacidades para dirigir tamaña empresa, pero se sentían reconfortados al ver a sus padres y saber que siempre contarían con su apoyo, sabiduría y consejo.
      Torko realizó una señal agitando sus brazos, y el camino quedó despejado de gentes y guerreros.
      ―¡Qué gane el mejor y que Nerlinguia os acompañe! ―gritó tomando nuevamente la palabra―. ¡Corred hacia vuestro destino! ¡Adelante! ―e inmediatamente un cuerno sonó y comenzó la prueba.
      Kiril, Anodrac, Olisen, Talik y Droko salieron en estampida y la muchedumbre rugió, cada persona vitoreando al representante de su clan.
      Tras la fulgurante salida, los cinco jóvenes redujeron el ritmo de su carrera, pues largo era el camino que les quedaba por recorrer. Cada uno de ellos vestía pantalón negro y una camisola del color del clan al que pertenecía, estampada en la parte delantera con un dibujo en finos trazos del escudo. La de Kiril era azul, y en ella aparecían la runa A, un arco y una flecha junto al sol y la luna. Siguiendo al hijo de Akrog venía Talik, con camisola roja, y un dibujo consistente en la runa B y dos caballos frente a frente sobre los que pendía una espada. A poca distancia les seguía Olisen, con camisola blanca, la runa H, dos palomas, una casa y un hacha como símbolo de su clan. Finalmente y a unos veinte metros les perseguían Anodrac y Droko. El primero portando una espada sobre un escudo al lado de la runa C sobre fondo amarillo, y el hijo de Torko, completamente de negro y su escudo compuesto por la runa B, un caballo y una lanza resaltados en blanco.
      El grupo de cinco se estiraba y encogía según la dificultad del terreno. Habían recorrido aproximadamente un kilómetro y se dirigían bordeando el Lago Argul hacia una de las zonas del bosque. En Lothikaton los ecos del griterío de la multitud se habían apagado y ahora solo se oían murmullos y comentarios. Para hacer más leve la espera se había comenzado a repartir biluk y algo de comida. En el palco predominaban los rostros serios, exceptuando a Torko y a Zornik que departían animadamente. Akrog, Thuma, Dulba y Guilemin se concentraban tratando de infundir fuerzas a sus hijos. El halcón de Zornik no se despegaba ni un solo instante de su amo, y escrutaba con sus agudos ojos todos y cada uno de los movimientos de los soldados nerlingos.
 
      La iokane seguía avanzando y, tras ya casi cuatro kilómetros de recorrido, aún no habían avistado ninguno de los estandartes colocados en las copas de los árboles. Poco a poco comenzaban a impacientarse. En cabeza marchaban Kiril y Talik, a los que se les había unido hace unos minutos Olisen. Más retrasados, aunque siempre a la vista, les seguían Anodrac y Droko que parecían encontrarse en peor forma física que sus compañeros. Sus rostros comenzaban a reflejar ligeros síntomas de fatiga y las primeras gotas de sudor comenzaron a perlarles la frente.
      ―Si esto sigue así, ni Anodrac ni Droko disfrutarán del amor de la bella groning ―dijo Olisen.
      ―Tampoco estoy seguro que lo haga el vencedor ―respondió entrecortadamente Kiril―, pues no exteriorizó entusiasmo alguno al conocernos.
      Talik no respondió y ahí terminó la conversación, ya que el alto ritmo que mantenían les impedía respirar y hablar al mismo tiempo. Unos cientos de metros más adelante, Kiril divisó a lo lejos el estandarte alko sobre la copa de un enorme abeto. Cual fue su sorpresa cuando, a medida que avanzaba,  se percató de la presencia de Maikel, Thelmor, Oyvind e Ingvar, quienes estaban situados enfrente del árbol, en el lugar que habían elegido días atrás.
      ―Premonitorio ―pensó Kiril.
      Una vez que estuvieron próximos al abeto, Kiril se despidió por el momento de Olisen y Talik, ya que más tarde debería alcanzarlos para llegar el primero a Lothikaton. Se separó del grupo y corrió velozmente hacia el árbol mientras sus amigos le animaban desde el pequeño promontorio. Anodrac y Droko pasaban ahora a su altura y bordeando el camino desaparecieron de su vista siguiendo el recorrido establecido.
      Kiril se aferró con pies y manos al tronco del abeto y comenzó a trepar. Debía hacerlo rápida pero cuidadosamente, pues un gran número de lanzas, pinchos y demás objetos punzantes estaban dispuestos a lo largo del árbol. A pesar de hacerse algún pequeño corte sin importancia, consiguió llegar con facilidad a lo alto de la copa, fruto de los intensos entrenamientos a los que sus amigos le habían sometido. Tomó con orgullo el estandarte alko y lo agitó mirando hacia Thelmor, Maikel, Oyvind e Ingvar. Ellos alzaron sus brazos en señal de victoria y le vitorearon con más fuerza aún si cabe. Kiril giró noventa grados en la copa del árbol, tratando de comprobar si desde ella se divisaba Lothikaton, pero fue imposible, ya que al estar situado en la parte baja del valle las grandes arboledas y bosques que lo circundaban impedían verlo. Nuevamente se giró y lanzó una última mirada al horizonte antes de descender. En ese instante, creyó ver algo que se movía a un kilómetro de distancia. Era un caballo, pero no adivinaba a distinguir con claridad a su jinete. Parecía que estaba tumbado sobre su montura, como desmayado a lomos del animal. Observó que el caballo se acercaba lentamente en dirección hacia la posición que ocupaba. Apresuradamente comenzó a bajar del árbol, y esta vez se hizo más cortes que cuando trepó por él. Saltó cuando se encontraba a dos metros del suelo y llamó con voz potente a sus amigos.
      ―¡Maikel! ¡Thelmor! ¡Venid aquí, rápido! ¡Un jinete se acerca! ―y al tiempo seguía vociferando y gesticulando con sus brazos para reclamar su atención.
      Ellos, sorprendidos por los gritos de Kiril, descendieron del promontorio, y en unos segundos ya se encontraban a su lado.
      ―¿Qué ocurre?  ¿Por qué gritabas? ―preguntó jadeando Maikel.
      ―Desde la copa del árbol he divisado un caballo que se acerca ―dijo Kiril―. Por lo que intuyo su jinete está malherido, o algo peor; está tumbado sobre el animal, inmóvil, sin conocimiento. Vayamos a su encuentro y averigüemos qué le ocurre a ese hombre.
      Los cinco amigos se olvidaron por el momento de la iokane y corrieron internándose entre los árboles al encuentro del jinete. Su apresurada carrera les hacía tropezar frecuentemente con las raíces más atrevidas que surgían de la tierra. Kiril fue el primero en salir del enjambre de árboles y entrar en el claro. A solo unos metros, un esbelto caballo alazán avanzaba pausadamente por las verdes praderas. Sobre sus lomos, un hombre moribundo con señales inequívocas de haber librado una dura batalla. Los jóvenes nerlingos detuvieron al caballo, mientras Ingvar y Maikel sujetaban al asustado animal para evitar que saliese en estampida lastimando más aún el ya maltrecho cuerpo del jinete. Thelmor, Oyvind y Kiril lo tomaron entre sus brazos y lo bajaron de la bestia. Dedujeron rápidamente que era un guerrero del clan helko, por el trapo blanco anudado en su larga trenza. Su pierna derecha estaba desgarrada a la altura del muslo por la mordedura de algún animal salvaje y perdía mucha de la poca sangre que le quedaba. También tenía una profunda herida en el costado izquierdo, posiblemente provocada por una espada, y una flecha clavada en su hombro derecho. Intentaron extraerle la flecha pero el hombre se retorció de dolor y finalmente decidieron partirla. Lo tendieron de costado, sobre la verde hierba que comenzaba a teñirse de rojo y, con un jirón de su camisa, le vendaron el muslo que sangraba. Por unos instantes recobró el conocimiento e incluso pudo reconocerlos como nerlingos. Sin que le preguntaran nada, comenzó a hablar entre susurros y quejidos.
      ―Vengo... vengo del Puente de Piedra. Yo formaba parte del... destacamento. Miles de gronings. Muchos. Nos sorprendieron... ―y el hombre se detuvo unos instantes mientras trataba de respirar. Apenas podía hablar y un hilo de sangre brotaba de su boca. Cuando pareció tomar aliento continuó con su relato―. Tras el paso de Zornik, nos masacraron. Eran miles... Y esas bestias salvajes... los wolkurs... perros endemoniados... creía que eran una leyenda ―y entre frase y frase tosía vomitando sangre―. Se dirigen... se dirigen a Lothikaton. Todo está perdido... Todo está perdido.
      ―¡No puede ser cierto! ―contestó enfurecido Kiril―. Recibimos un mensaje del Puente de Piedra sobre el paso de la caravana groning, pero no se hablaba en él de ninguna batalla. Si fuisteis atacados, ¿por qué no enviasteis otro mensaje?
      El hombre trataba de hablar, pero cuanto más lo intentaba más se ahogaba. Durante unos segundos inspiró aire bruscamente y nuevamente tosió sangre por su boca. Otra vez inspiró, ahora más lentamente y trató de contestar a Kiril.
      ―Halcones. Mataron a... a las palomas mensajeras. No pudimos avisaros. Eran muchos. Todo está perdido... huid y esconderos ahora... todavía... todavía podéis salvaros. Todo... todo está perdido― y sin poder respirar por más tiempo, el jinete helko expiró. Sus ojos permanecieron abiertos, resistiéndose a abandonar el mundo de los mortales, mientras un brillo de culpabilidad los iluminó por última vez.
      ―Que Nerlinguia te conceda el descanso eterno ―dijo Kiril y cerrando los párpados inertes de aquel hombre se volvió hacia sus amigos y les dijo―. Hemos sido traicionados por los gronings. Mi padre lo presentía. Maldigo el día en el que Torko habló con Zornik. Maldigo a todos los gronings.
      ―¡Fijaros! ―gritó Oyvind y los demás le miraron con estupor―. ¡Mirad, allá a lo lejos! Debe ser sobre Lothikaton, mirad aquel pájaro sobrevolando en círculos la ciudad.
      Los demás no conseguían ver nada, pues Oyvind siempre había tenido una vista privilegiada, propia de un elfo, como solía decir bromeando su propia madre.
      ―¿Qué es lo que ves? ―preguntó impaciente Kiril.
      ―Como os he dicho ―continuó Oyvind―, un ave sobrevuela en círculos la ciudad. Pero de entre los bosques que rodean a Lothikaton, han surgido otros pájaros que se mueven de igual forma, como si danzasen algún extraño baile.
      Sin que Oyvind pudiera relatar más de lo que estaba ocurriendo, lejanos gritos que provenían de diversos puntos estallaron al unísono resonando en todo el territorio nerlingo.
      ―¡¡¡¡¡ Eeeeelllllyyyyy!!!!!
      A continuación, y sin solución de continuidad, el estremecedor sonido de cientos de tambores retumbó en toda Jactinia. Tum, tum, tumtumtum. Tum, tum, tumtumtum. Tum, tum, tumtumtum. Un sonido que no surcaba el aire desde hacía muchos años. La llamada a la guerra de los tambores gronings. Sin que los perplejos jóvenes reaccionaran, un anillo de fuego se encendió alrededor de la ciudad. Después de unos segundos el fuego voló, ascendió hasta la cúpula del cielo, y cayó despiadadamente sobre la ciudad y sus habitantes. La batalla de Lothikaton había comenzado. Kiril, Maikel, Oyvind, Ingvar y Thelmor se miraron sin poder salir de su asombro. No podían ni querían creer lo que estaba sucediendo. Las fiestas por las nupcias del nuevo Rey se convertirían en trágicos funerales.
      ―Tomemos las armas del árbol y dirijámonos con premura a nuestra capital ―dijo Kiril, quien fue el primero en abandonar el letargo en el que todos habían caído―. No todo está aún perdido ―añadió, y los demás asintieron.
      Corrieron poseídos por una extraña fuerza hasta el abeto y tomaron de él lanzas y espadas, y por el sendero de la iokane se precipitaron hacia Lothikaton.
 
      Minutos antes en la capital nerlinga, Zornik, con un imperceptible movimiento de su brazo, hizo que su halcón echase a volar. Esa era la señal que el grandioso ejército de hombres y wolkurs esperaban para caer sobre Lothikaton. Días atrás el ejército groning marchó a una prudencial distancia de la caravana del Rey para no ser descubiertos. Una vez que Zornik franqueó el Puente de Piedra y constató que el pequeño destacamento allí establecido había enviado el mensaje, elevó a los cielos a su halcón traicionero para que su feroz ejército masacrase sin piedad a los pocos pero valientes soldados nerlingos. Mirkiel, que era el nombre del jinete helko que murió en los brazos de Kiril, herido de gravedad en la batalla, fingió estar muerto, y tras el paso de las hordas gronings tomó uno de los caballos de reserva y se embarcó en un viaje hacia la muerte tratando de salvar a su pueblo. Su generoso esfuerzo parecía ahora baldío.
      En Lothikaton toda la nación nerlinga sintió que un sudor helado de muerte recorría su cuerpo al oír aquel terrorífico grito. Solo los más ancianos lo recordaban y comprendían su terrible significado. Luego llegaron los tambores y entonces, la caravana groning se despojó de sus capas, bajo las cuales ocultaban las espadas asesinas. Zornik, que permanecía sentado en el palco, se incorporó y gritó con voz potente y penetrante en respuesta al grito de sus huestes.
      ―¡¡¡¡¡ Eeeeelllllyyyyy!!!!!
      Seguidamente desenfundó su espada y encaró a Torko, quien no salía de su asombro.
      ―¿Qué es todo esto? ¡Estás rompiendo el pacto! ¡Has traicionado la confianza que depositamos en ti! ― le inquiría atónito Torko.
      ―Tú eres quien ha traicionado a tus súbditos ―respondió airadamente Zornik―. Tu codicia te ha llevado a la destrucción. Nunca jamás un groning compartirá su imperio con un extranjero. Tú nos has servido en bandeja de plata el reinado sobre Tierra Conocida. ¡Gracias y hasta siempre, engreído y estúpido nerlingo! ―y sin piedad la hoja de su espada atravesó de lado a lado el cuerpo de Torko.
      Zornik le arrebató de entre sus manos moribundas el báculo de mando, la vara de marfil símbolo de la soberanía nerlinga. Y allí, ensartado en su asiento, se apagaron para siempre las ansias de poder del lacrag bunko.
      Mientras Zornik acababa con la vida del padre de Droko, la columna groning ya había comenzado a cargar contra los indefensos aldeanos que allí se encontraban. Apenas unos quinientos guerreros de los cinco clanes trataban a duras penas de contener la ofensiva groning. El efecto sorpresa favorecía considerablemente a los traidores. Una patrulla trató de defenderse encerrándose en el castillo, pero en el interior de éste tropas groning los esperaban, ya que había quedado totalmente desprotegido debido al falso acuerdo de paz alcanzado entre ambas naciones.
      Un reguero de fuego se propagaba en un anillo circundante a la ciudad. Las llamas se alzaron frente a ellos y cayeron sobre la capital como si de la ira de los dioses se tratara. Miles de flechas de fuego atravesaron a los que luchaban o trataban de huir, también a los gronings, pero eso no importaba al cruel Zornik quien intentaba que los cuatro lacrags corriesen la misma suerte del malogrado Torko. Éstos huían del palco en busca de un arma con el que defenderse. Para Dulba fue demasiado tarde, pues Zornik le lanzó su espada clavándosela por la espalda e hiriéndole de muerte. Akrog, Thuma y Guilemin saltaron del palco sobre varios gronings que protegían a Zornik. Guilemin le propinó un fuerte puñetazo a uno de ellos, logrando arrebatarle su espada, con la que atravesó a otro de los lacayos de la guardia del Rey. Akrog consiguió tomar otra espada que yacía al lado del cuerpo sin vida de un soldado celko. Peor suerte corrió Thuma, acorralado por tres gronings que le dieron muerte. Akrog y Guilemin se acercaron y apoyaron espalda contra espalda.
      ―¡Redimamos el error que hemos cometido! ¡Hasta la muerte! ―dijo Akrog.
      ―¡Hasta la muerte! ―dijo Guilemin, y finalizó diciendo― ¡Que Nerlinguia nos perdone y acoja en su morada!
      Y así cayeron Akrog y Guilemin. Tras matar a una decena de hombres, Akrog agotado por el esfuerzo comenzó a flaquear, y uno de los groning consiguió herirle en el costado, lo que le hizo perder el equilibrio y caer al suelo. Sintió como sus rodillas se anclaban definitivamente en la tierra que le vio nacer y reinar. Escuchó la llamada de su diosa y a ella le encomendó la protección de su hijo. Cerró los ojos queriendo guardar en sus retinas la imagen de Kiril junto a él paseando por el Bosque de Alkos. Indefenso y entregado a los brazos de Nerlinguia, Akrog fue rematado por uno de los Mariscales del Rey. Guilemin, rodeado por el rey brujo y seis de sus esbirros, se lanzó en un último y desesperado ataque contra Zornik, pero sin que pudiera llegar a él, dos espadas se clavaron en su estómago. El círculo se abrió mientras Guilemin se tambaleaba. Zornik se adelantó y, demostrando una malsana crueldad, le segó la vida cercenándole la cabeza de un certero golpe. Era el último de los lacrags y la nación nerlinga quedó huérfana de un líder que la guiase, abocada sin remedio a un trágico y mortal destino.
      El panorama era dantesco. Miles de aldeanos y habitantes de los clanes yacían muertos por doquier. De los cerca de quinientos guerreros nerlingos apenas si restaban ya varias docenas y todo aquel que trataba de huir se encontraba rodeado por una marea humana de gronings que estrechaban el círculo sobre Lothikaton. Los tambores no dejaban de sonar. Tum, tum, tumtumtum. Tum, tum, tumtumtum. Tum, tum, tumtumtum. Las lenguas de fuego caían ininterrumpidamente del cielo y las manadas de wolkurs, bestias híbridas de lobos y demonios, daban buena cuenta de los asustados fugitivos. En verdad el ejército groning era temible en cuantía y fiereza.
      Poco a poco la débil resistencia fue apagándose hasta no quedar un solo nerlingo en pie. Solo unos cientos de personas habían logrado escapar de la masacre y se dirigían hacia los burgos o los bosques cercanos. Sin embargo en las próximas horas sufrirían la implacable persecución de los gronings. Zornik había logrado diezmar en menos de una hora a la nación nerlinga, que aguardaba confiada y desarmada el comienzo de los Nuevos Años. Ciertamente los Nuevos Años habían comenzado, los años del terror y la destrucción.
      Lothikaton ardía en llamas. Las cabañas eran quemadas y saqueadas por la sed de destrucción groning. Los cuerpos sin vida de los nerlingos eran profanados por los wolkurs que los devoraban sin piedad. Los soldados también se apuntaron al festín para celebrar su victoria, dando buena cuenta de las viandas y el biluk preparados para las celebraciones nupciales. Parte del ala izquierda del castillo comenzó a derrumbarse pasto del fuego. Grandes columnas de humo se elevaban sobre Lothikaton. Y allí en lo alto, donde el humo no podía alcanzarlos, el grupo de halcones continuaba bailando la danza de la muerte en honor al ejército de Zornik.
      Entretanto, el Rey y varios soldados de su séquito personal se dirigieron hacia la incendiada plaza central en la que todavía se alzaba majestuosa la estatua de la diosa Nerlinguia iluminada por Ethril Eilalith, la llama imperecedera, aquella que fue traída desde lo más profundo de la cúpula celeste por un blanco rayo el día en que Lothikaton fue fundada, y que ahora seguía brillando orgullosa sobre la palma de la mano de la diosa con nacarado fulgor, erigiéndose en el último bastión nerlingo. Zornik se postró frente a ella y comenzó a recitar un maléfico conjuro. Trataba de convertir en maldito, con su magia oscura, aquel lugar sagrado para los nerlingos y volver negra la hermosa estatua tallada en piedra. Pero allí moraba un halo de divinidad, un poder superior que se interponía en los propósitos del rey brujo. Varias veces lo intentó, pero todas fueron en vano. Furioso por su fracaso, levantó su espada y con ella destrozó la estatua de mármol y desplomó el pedestal de plata sobre el que la llama imperecedera se contoneaba desafiante. Pero a pesar de ser arrojada al suelo, Ethril Eilalith continuó ardiendo sobre el suelo de Lothikaton,  cumpliendo la misión que le fue encomendada por la diosa Nerlinguia, iluminar por siempre el destino de su pueblo bienamado. Impotente y frustrado por no haber conseguido su objetivo, Zornik abandonó aquel lugar y mandó a sus hombres quemar y destruir hasta el último símbolo que recordase al pueblo nerlingo. Dictaminó también, que todos los supervivientes que fuesen capturados serían desterrados al Valle de los Elothas, donde trabajarían como esclavos en las minas de oro hasta el fin de sus días.
      Bajo la tierra que soportaba los fragmentos de la estatua de Nerlinguia, se encontraban enterrados los Kolkars de los cinco clanes junto a un pedazo de una viga de madera, madera con la cual la diosa construyó la primera Lothikaton, el Lugar de Reunión de los Primeros Nacidos. El hechizo de Zornik fracasó, ya que su poder no era aún tan poderoso como para vencer a Nerlinguia. Todavía existía una pequeña esperanza para el pueblo nerlingo; sólo con la ayuda de su diosa lograrían vencer al mal que día a día emergía irrefrenable en Tierra Conocida.
 
      Kiril, Maikel, Thelmor, Oyvind e Ingvar corrían desesperados hacia Lothikaton. Entre los árboles que jalonaban el camino, se erguían a lo lejos las enormes columnas de humo que brotaban de las cabañas incendiadas. Sus corazones se encogieron y sintieron flaquear sus fuerzas. Los ecos de la batalla se iban apagando lentamente. Repentinamente Kiril recordó a su padre, al que había olvidado hasta ese momento. Lo sintió como una ausencia, como si ya no morase aquellas fértiles tierras. Y recordó lo que horas antes le había escrito:
 
El tiempo es el dios de nuestra diosa,
el tiempo es nuestro amo y señor,
el tiempo es el dueño de nuestra vida y libertad.
 
Hoy finaliza la mía y comienza la tuya.
Deja que el tiempo te guíe y aconseje,
deja que el tiempo te conduzca a tu destino.
 
      Estas palabras resonaron una y otra vez en sus oídos, hasta que ya no pudiendo soportarlo más, detuvo su veloz carrera. Apoyó su cuerpo sobre el grueso tronco de un árbol y rompió a llorar. Sus amigos sin saber muy bien lo que le ocurría, volvieron sobre sus pasos y se acercaron a él.
      ―¿Qué te sucede Kiril? ―preguntó Thelmor, mientras éste se enjugaba las lágrimas.
      ―Mi padre ―dijo―, Akrog, hijo de Agroken, ha muerto. Lothikaton ha caído en manos de los gronings.
      ―¡No caigas en la desesperanza! ¡Ni tú ni yo lo sabemos! ¿Cómo puedes hacer tan funesta afirmación? ―dijo Maikel―. Vayamos a la ciudad y comprobémoslo por nosotros mismos. Y si todavía queda algún maldito groning con vida recordará para siempre la fiereza alka ―sentenció con bravura.
      Sin que pudieran seguir hablando un grupo de unos veinte supervivientes, que remontaban el valle en dirección a los burgos, les dieron alcance en su desesperada huida. En ese grupo se hallaba Torilo.
      ―¡Maikel, hijo mío! ¡Estás vivo! Pensé que te había ocurrido lo peor ―y se abrazó emocionadamente a Maikel. Rápidamente se repuso y gritó al resto―. ¡Esperad, no huyáis! ―los que corrían se detuvieron por unos instantes y prestaron atención. Antes, Kiril interrogó a Torilo.
      ―Torilo, buen amigo, ¿es cierto el presentimiento que tortura mi alma? ¿Ha muerto mi padre? ―y lo dijo de una manera tan fría y serena que sorprendió al padre de Maikel. Torilo le miró a los ojos y comprendió que no podía ocultarle la verdad.
      ―En efecto, Kiril ―respondió con tristeza Torilo―. Tu padre murió como un héroe defendiendo a su pueblo hasta que fue rodeado y asesinado por Zornik y los suyos. La misma suerte corrieron los demás lacrags, incluso Torko, que murió a manos del propio Zornik, al que él consideraba como un amigo ―hizo una ligera pausa y continuó―. Lo que hemos vivido en Lothikaton ha sido una horrible visión del infierno. Miles de gronings surgían de entre los campos y bosques, saqueaban y destruían todo lo que encontraban a su paso. Solo unos pocos afortunados hemos conseguido escapar. Pero nos persiguen esas bestias, nos persiguen para darnos caza ―finalizó temeroso Torilo mientras Thelmor tomaba la palabra.
      ―Hermanos de todos los clanes ―dijo―, aquí se encuentra nuestro nuevo lacrag y Rey, Kiril, hijo de Akrog, quien nos dirigirá y guiará a partir de ahora para que algún día podamos volver a recuperar la tierra que nos ha sido robada y construir sobre sus cenizas el nuevo y sagrado Lugar de Reunión de todos los nerlingos.
      Todos asintieron y miraron a Kiril, pero el miedo que se había adueñado de ellos era mayor que la pequeña esperanza de la que Thelmor había hablado y nuevamente reemprendieron apresuradamente la huida.
      ―¡Hermanos nerlingos! ―gritó Kiril con voz potente―. Debemos reagruparnos y huir, pues en la unión se halla nuestra fuerza. Volver con premura a vuestros burgos y correr la voz entre los que allí encontréis. Decirles que esta noche todos los supervivientes de los cinco clanes nos reuniremos en el Bosque de Alkos. Marchad hasta Alkoburgo y tomad el camino que lleva hacia el bosque. Allí decidiremos nuestro futuro.
      No había Kiril aún terminado de hablar, cuando varios de los allí presentes huyeron repentinamente presas del pánico. A la vista apareció un grupo de doce personas perseguidos a poca distancia por cuatro gronings y dos wolkurs. Torilo y seis hombres más permanecieron al lado de Kiril y sus amigos.
      ―Nos enfrentaremos a ellos. De otro modo esas personas morirán ―dijo Maikel.
      ―¡Adelante y que Nerlinguia nos acompañe y proteja! ―dijo Kiril.
      Kiril y sus compañeros se lanzaron cuesta abajo contra los gronings. Los dos wolkurs se abalanzaron sobre uno de los hombres desarmados y comenzaron a desgarrarle uno de sus brazos. Maikel clavó su lanza en una de las bestias, matándola al instante, mientras la otra mordía mortalmente el cuello de aquel hombre. Maikel extrajo la lanza del cuerpo del animal, pero en ese momento el otro wolkur que quedaba con vida se abalanzó sobre él clavando sus afiladas fauces en su brazo izquierdo. Gracias a que Thelmor estaba atento a la pelea, le ensartó con su espada dándole muerte. A pesar de ello, sus colmillos todavía apretaban con fuerza el brazo de Maikel. Thelmor le ayudó, no sin dificultades, a zafarse de las fauces de la bestia.
      Mientras, Kiril, Oyvind e Ingvar luchaban contra los cuatro gronings, apoyados por el resto del grupo que se había armado con ramas de árbol. A pesar de encontrarse en inferior número, los soldados gronings estaban mejor armados y entrenados, y rápidamente dos de los nerlingos cayeron bajo sus espadas. Kiril luchaba ferozmente con uno de ellos, al que hirió en un  brazo consiguiendo desarmarle y darle muerte. Oyvind también acabó con otro, pero los dos restantes siguieron diezmando a los nerlingos, matando a tres del grupo e hiriendo en el costado al viejo Torilo que cayó al suelo, salvando su vida gracias a la rápida intervención de Ingvar, cuando uno de los gronings ya se preparaba para asestarle el golpe final.
      Poco a poco los dos gronings se vieron acorralados y decidieron huir, no sin antes herir de gravedad a otro aldeano. Sin embargo uno de ellos no lo consiguió, pues fue atravesado por la diestra lanza de Maikel. En unos segundos perdieron de vista al único superviviente.
      Sin perder un instante, el grupo se reunió e hizo recuento de bajas. Cinco nerlingos habían muerto, por tres gronings y dos wolkur abatidos. Tomaron a los heridos y realizando unos improvisados torniquetes, reanudaron rápidamente la marcha hacia Alkoburgo. El resto de hombres que habían salido indemnes de la reyerta se dirigió a los burgos, en las que reclutarían a los escasos supervivientes.
      ―Me preocupa lo que ese soldado pueda contar a Zornik ―dijo Kiril―. No conoce nuestro plan, pero informará de la resistencia que hemos opuesto y redoblarán la intensidad de la cacería. Rezo porque sigamos vivos al menos una noche más.
      Kiril, Maikel, Torilo y el pequeño grupo de nerlingos caminaron hacia Alkoburgo, como los restos heridos de un gran ejército derrotado. Las montañas y bosques cercanos de aquellas hasta ahora pacíficas y serenas tierras, veían alteradas su quietud por los ecos del aliento y el resuello de cientos de nerlingos que huían desesperadamente de la llamada de la muerte. Y sobre ellos, a solo unos kilómetros de distancia, siete halcones bailaban en el cielo una macabra danza, el primero de los bailes que llevaría a Tierra Conocida a convertirse en la Tierra de la Sombra.

 
 

domingo, 9 de noviembre de 2014

DÍAS DE ESPERA

Buenos días a todos,

Seguimos con las entregas de los primeros capítulos de Crónicas Nerlingas I. La Traición Groning, para que todos aquellos que no la habéis leído os animéis a hacerlo y de esa manera podáis sumergiros de lleno en la saga, que tendrá su pronta continuación en diciembre de este años con el segundo libro, Crónicas Nerlingas II. El Sexto Clan.

Os dejo pues con la lectura del penúltimo capítulo que os ofrezco de manera gratuita: Días de Espera

Que lo disfrutéis,

Gorka



 
El tempranero canto de un gallo despertó bruscamente a Kiril de sus sueños. Un nuevo día, en el que el sol volvía a trepar por las Montañas Nerlingas, había nacido. La tormenta desatada la pasada luna había escampado y el cielo se encontraba libre de aquellos negros nubarrones. Como todas las mañanas, contempló desde la ventana de su cabaña las tranquilas aguas del grandioso Lago Argul, y dio gracias a Nerlinguia por habitar en aquellos hermosos parajes. A pesar de su espíritu aventurero y sus ansias de conocer el mar, amaba por encima de todo las tierras en las que había sido alumbrado. 
      En la otra habitación de la cabaña, hacía algo más de media hora que Akrog permanecía tumbado en su cama con los ojos perdidos en alguna de las esquinas de la estancia. Su mente trataba de asimilar las decisiones tomadas el día anterior en Lothikaton. Regresó de la capital a medianoche, agotado por las preocupaciones que lo abrumaban, tratando sin conseguirlo de acallar a su conciencia que lo fustigaba sobre la ya inamovible decisión. Se percató que si seguía allí tumbado con la mente en blanco, todos esos temores le atormentarían hasta volverle loco. Por ello, se incorporó de un salto de la cama con el decidido propósito de ocupar los días venideros labrando el campo, cazando, o pescando en compañía de su hijo Kiril.
      ―Hijo mío, buenos días ―dijo Akrog.
      ―Buenos días, padre ―respondió Kiril―. Toma un poco del caldo que estoy preparando para nuestro desayuno.
      ―Gracias. Esto me entonará un poco ―le sonrió su padre.
      Bebiendo a pequeños sorbos del vaso se sentó en una de las sillas y picoteó unos trozos de pastel de bayas.
      ―Kiril, he pensado que hoy sería un buen día para ir de caza ―sugirió Akrog―. El tiempo está despejado y seguro que algún ciervo se deja ver por el Bosque de Alkos. Si cazásemos uno podríamos invitar a Torilo y Maikel a cenar. ¿Qué te parece la idea? ―le preguntó.
      ―Me parece una estupenda idea. El tiempo es bueno y no hace viento, así que los venados no podrán olfatearnos. Hace ya unos días que no me he lavado... ¡ja, ja, ja! Las aguas del lago están cada vez más frías ―dijo Kiril a la vez que reía con su padre.
      ―Entonces no se hable más. Terminaremos el desayuno y tomaremos nuestros arcos y carcajs. ¡Prepararos venados, el reciente campeón del concurso de tiro va a por vosotros! ―gritó Akrog, pero Kiril no se atrevió a responder, pues suficiente fue el escarmiento que recibió días atrás.
      Una vez terminaron el desayuno, se armaron convenientemente para dirigirse al Bosque de Alkos. Cuando estaban a punto de abandonar Alkoburgo, un hombre a caballo entró en la ciudad. Era un mensajero de Torko que venía a colocar en la plaza central un escrito sobre los acuerdos alcanzados la pasada noche en el Consejo de los Lacrags. Lo expuso sobre unos maderos y se marchó a veloz galope, ya que todavía debía dirigirse a Bunkoburgo y Celkoburgo para dejar su mensaje. Kiril y Akrog volvieron sobre sus pasos para leer el escrito. El joven alko devoraba con gran curiosidad cada una de las líneas que lo componían. Por el contrario Akrog apenas si dio un somero vistazo al mismo. Cuando terminó de leer el manifiesto, comenzó a importunar a su padre con continuas preguntas. Muchos e importantes eran los cambios que se avecinaban para los nerlingos y más aún si cabe para su persona, pues participaría en la iokane y si resultase vencedor, se convertiría en un hombre casado con una mujer a la que de nada conocía. Mientras tomaban nuevamente rumbo hacia el Bosque de Alkos, Akrog trataba de responder como podía a su curioso hijo. Lentamente, en la plaza central de Alkoburgo, la gente se iba agolpando alrededor del escrito firmado por Torko. Lo mismo ocurría en Bilkoburgo y Helkoburgo, y en pocos minutos en Bunkoburgo y Celkoburgo. El sentimiento que invadía al pueblo nerlingo era de sorpresa y estupor. Nadie hubiera imaginado por lo más remoto el hermanamiento con los que hasta solo hace unos días eran sus más acérrimos enemigos. Pero como era habitual en los nerlingos, no discutirían las órdenes de sus lacrags.
      Después de muchas zancadas, parecía que Akrog había conseguido saciar la hambrienta curiosidad de Kiril. Pensaba para sí que más le hubiera valido quedarse tumbado en su cama, ya que nuevamente había revivido paso a paso lo acontecido la pasada luna, en vez de evadirse como pretendía. Trataba de no exteriorizar la lucha interna en la que estaba inmerso, pero Kiril, que conocía de sobra el carácter reservado de su padre, sospechaba que algo no iba bien, ya que esa mañana Akrog estaba extrañamente locuaz. Como ya había formulado demasiadas preguntas decidió reservarse una para más tarde.
 
      Sin prisa pero sin pausa fueron ascendiendo por la cuesta de piedras mientras observaban el paisaje. Los árboles habían mudado sus verdes ropajes por otros de colores rojizos y amarillentos, incluso algunos comenzaban lentamente a desnudarse y cubrir la verde hierba de color ocre como si de una alfombra se tratase. Akrog contemplaba el goteo de hojas secas que caían de los árboles y sentía que el ocaso de su larga vida se aproximaba. Observaba al mismo tiempo con orgullo a su hijo, convertido en hombre de grandes cualidades, noble y generoso, futuro lacrag del clan alko. Mientras padre e hijo pensaban uno en el otro, llegaron al final de la pendiente. Comenzaron a avanzar por un terreno más llano que las lluvias de los últimos días habían dejado embarrado. Fue unos metros más adelante cuando Kiril halló unas huellas delatoras.
      ―Padre, mira aquí ―dijo Kiril―. Pisadas de ciervo, sin duda alguna.
      ―Parece que la suerte nos sonríe. No hemos tenido que esforzarnos demasiado para encontrar la pista de nuestra presa. Observa que son recientes ―dijo Akrog.
      ―Continúan en dirección a la zona de maleza ―señaló Kiril―. Apresurémonos, pues quizás no se encuentre demasiado lejos.
      Padre e hijo aceleraron el paso aguzando todos sus sentidos. Recorrieron cerca de un kilómetro hasta que volvieron a descubrir el rastro del venado. Unas hojas pisoteadas y nuevas huellas sobre el barro volvieron a ponerles sobre aviso. El animal estaba bordeando la floresta, sin alejarse demasiado de sus límites.
      ―Si vuelve al interior del bosque será muy difícil cazarlo ―dijo Akrog―. Caminemos por el linde, al cobijo de los árboles. De esa manera evitaremos que nos vea.
      Abandonaron el claro y se internaron unos metros en la vegetación avanzando en la misma dirección. Transcurrieron unos cuantos minutos hasta que por fin consiguieron avistar al cervatillo. Se mostraba en el claro exterior, comiendo un poco de pasto mientras observaba los alrededores cada vez que mordisqueaba la hierba. Akrog iba en primer lugar. Caminaba despacio, tratando de amortiguar sus pisadas para no ser descubierto. Kiril le seguía con la mirada puesta en el cervatillo. Solo unos cientos de metros les separaban de su presa. Paso a paso, conteniendo la respiración, se acercaban al animal. Akrog deslizó suavemente la mano derecha sobre su espalda, tomando una flecha del carcaj. Mientras seguía caminando sin perder de vista al venado, armó la flecha sobre el arco. Acortó la longitud de su zancada y comenzó lentamente a levantar su arco. Pero en ese mismo momento Kiril pisó una rama seca y un chasquido resonó en el bosque. Inmediatamente se quedaron clavados, inmóviles, pero ya era demasiado tarde. El cervatillo se había percatado de su presencia y había huido.
      ―¡Valiente compañero de caza! ―dijo refunfuñando Akrog―. Si por ti fuera nos moriríamos de hambre.
      ―No fue mi intención ahuyentar al venado ―se disculpó Kiril.
      ―Está bien. Démonos prisa ―respondió cortante Akrog―. Quizás aún tengamos una última oportunidad. Huyó hacia aquel descampado ―señaló Akrog.
      Vástago y progenitor aceleraron el paso. Cerca de diez minutos les costaría dar de nuevo con el cervatillo, eso si se detenía a completar la comida que interrumpieron los furtivos cazadores. Fue así cuando, tras ese lapso de tiempo, divisaron nuevamente al hambriento ciervo dando buena cuenta del pasto en un claro cercano.
      ―Esta vez intenta no ahuyentarlo ―dijo susurrando Akrog a Kiril.
      ―Trataré de no hacer ruido ―respondió Kiril resignado.
      Por segunda vez comenzaron el ritual de la caza. Sigilosamente se aproximaron como un depredador a su presa. Estudiaron el terreno y buscaron el punto óptimo desde el que disparar sobre el venado. Esta vez Kiril mantenía su mirada más pendiente del suelo que de la caza. Cuando se ubicaron a unos cincuenta metros del animal tomaron una flecha y armaron los brazos para disparar. El venado pastaba tranquilamente, confiado en que su carrera le había alejado definitivamente de aquellos torpes cazadores. Ese fue su error, pues tras tomar el último bocado de hierba, levantó su cabeza y los arcos de Akrog y Kiril cantaron, lanzando sus flechas a una velocidad endiablada. Cuando quiso darse cuenta de lo que ocurría, yacía muerto en el claro, con una flecha clavada en el lomo y otra que le atravesaba el cuello. Sin él saberlo, sería el último venado que serviría de cena para los nerlingos antes del gran día de la unificación.
      Kiril y Akrog abandonaron las sombras protectoras y se acercaron al cervatillo. Comprobaron que estaba muerto y le arrancaron las dos flechas que lo atravesaban. Akrog tomó una cuerda que portaba en su cinturón y la partió en dos con un cuchillo. Tomando uno de los dos trozos ató las patas delanteras del animal y con el otro las traseras.
      ―Kiril ―dijo a su hijo al tiempo que se incorporaba―, mi espalda está vieja y cansada, encorvada y dolorida, por lo que no podrá soportar la carga del animal. Por si eso no fuera suficiente, has hecho que camine más de lo necesario; si no hubieses espantado al venado hace rato que estaríamos camino de Alkoburgo, por lo que deberás cargar con él para redimir tus errores.
      ―¿Y es que acaso puedo negarme ante tal cúmulo de evidencias? ―dijo para sí Kiril, y cabizbajo por lo que le había dicho su padre y por el peso del animal sobre su cuello, comenzó a caminar de regreso a Alkoburgo.
     
      El sol se encontraba en su cenit, y a pesar que en esa estación del año la fuerza de sus rayos era menor, lograba que el sudor corriese por la frente de Kiril, ayudado por los más de sesenta kilos que el joven y espigado venado pesaba. Akrog le miraba y recordaba como su padre había hecho lo mismo con él hace ya muchos años. Por unos instantes, su corazón y su mente rejuvenecieron recordando sus años de juventud.
      ―Veo que tu curiosidad se ha aplacado. ¿O es que por ventura estás tan fatigado que no puedes articular palabra? ―dijo socarronamente Akrog.
      ―Suficiente castigo es acarrear este peso a mis espaldas como para que además te burles de mí ―respondió Kiril―. Pero ya que me brindas esta oportunidad, tengo una pregunta guardada que no me atreví a formularte esta mañana ―continuó Kiril una vez que detuvo su caminar y descargó al animal sobre el embarrado suelo―. ¿Por qué si a pesar de lo beneficioso que tú dices es para nuestro pueblo el pacto con los gronings, tengo la impresión que tu alma no descansa?, que lo que realmente tratas de hacerme creer es que no albergas ninguna duda sobre la alianza.
      Akrog miró a su hijo mientras Kiril trataba de recuperar el pulso normal de su acelerado corazón con aquel merecido descanso.
      ―Veo que me conoces mejor de lo que pensaba ―dijo el lacrag alko―. Veo que mis ojos te revelan mis temores, mis filias y mis fobias, y que tú, al igual que tu madre, sabes leer en ellos hasta el más profundo de mis pensamientos ―y sonrió complaciente mientras Kiril le devolvía una dulce mirada―. Cierto es, hijo mío, que aunque me haya decantado por el pacto con los gronings, no puedo evitar recelar de él. Torko fue ciertamente sincero en su exposición, en la que junto a paz y prosperidad habló de poder y temor. Es por ello que no consigo intuir el fin de las guerras. Sí quizás temporalmente con los gronings, pero a buen seguro que comenzarán otras contra los pueblos de Jactinia y Tierra Conocida, hasta conseguir el dominio de toda ella. Y será entonces el momento de comprobar las intenciones de perpetuación del pacto, cuando solamente quedemos ellos y nosotros como pueblos dominantes. La experiencia de estos largos años de batallas nos han demostrado que los gronings no comparten con nadie sus trofeos. Ese será el día crucial, para el que deberemos estar preparados. Si no lo es antes... ―y Akrog no terminó su frase, dejando las palabras suspendidas en el aire, como queriendo dejar entrever algo.
      ―¿Antes? ¿En qué momento? ―respondió con dos preguntas inmediatamente Kiril.
      ―Quizás el mismo día del pacto, no lo sé, o los meses venideros, cuando tras la boda de la hija de Zornik con uno de los nuestros y habiéndose ganado nuestra confianza, traten de... No estoy seguro, son solo vagas intuiciones. También me preocupa el que Torko se haya entrevistado personalmente con Zornik. Al Rey groning se le atribuyen poderes de magia oscura. Cuentan que fue criado por una especie de bruja, descendiente directa de uno de los nigromantes negros. Y los ojos de Torko... me inquietaron; parecían estar hechizados, brillantes, esa mirada fija y vacía a la vez, colmada de codicia.
      ―Padre, no creo que debieras preocuparte por los ojos de Torko, pues la codicia siempre brilló en ellos ―dijo Kiril.
      ―Las mismas palabras que han salido de tu boca fueron las que pronunciaron Thuma, Dulba y Guilemin ―dijo Akrog―. A pesar de que eso debiera tranquilizarme no hace sino agitarme más. ¿Estaré equivocado o seré el único que percibe que el mal vuela en círculos cada vez más cerrados sobre nosotros?
      ―Pienso que tu exceso de responsabilidad, el haber tratado de buscar lo mejor para nuestro pueblo y nuestro clan durante tus años de lacrag han hecho que te encuentres siempre vigilante y en guardia. Mucho y bien has luchado por todos nosotros y ha llegado la hora en que dejes que otros tomen el mando de la nación. Te has ganado el derecho a pasear alrededor del Lago Argul con el resto de ancianos del pueblo... ¡Ja, ja, ja! ―rió Kiril―. Vamos padre, olvídate de todo y disfrutemos de este venado en compañía de nuestros amigos. Verás que envidia despertaré en Maikel, Thelmor y los otros cuando les cuente como lo he cazado.
      ―Bien harías en decir que he sido yo quien lo he cazado ―respondió con prontitud Akrog―, pues fue mi flecha la primera que encontró al venado. Tú solo le acertaste una vez que yacía herido de muerte. Como además veo que tienes ganas de perder de vista a este viejo, me iré caminando solo hacia Alkoburgo al ritmo de un anciano.
      Kiril tomó con dificultad el animal y nuevamente se lo colocó a la espalda. Sujetó las patas con sus brazos y comenzó a correr detrás de su padre. Akrog continuaba con paso firme mientras de vez en cuando giraba la cabeza para ver sufrir a su hijo portando la pesada carga, al tiempo que esbozaba una sonrisa. Kiril le recordaba al pobre Tranco tirando de la carreta y ahora comprendía el padecimiento del animal. Y así, con largas zancadas, fueron recortando el camino que restaba hasta su hogar. Akrog se había olvidado por unos instantes de sus problemas y disfrutaba del bello paisaje, más desnudo y carente de ropajes a medida que avanzaba el otoño.
      ―Será un duro y frío invierno ―profetizó Akrog y girando completamente su cuerpo se dirigió a Kiril y le dijo―. Vamos, hijo, acelera el paso. Un joven como tú puede caminar más rápido. Pareces un viejo caballo cojo. Si no te apresuras las aves de carroña darán pasto de ti y del venado antes de llegar a Alkoburgo.
      ―¡Grrr! ―fue lo único que pudo farfullar entre dientes Kiril, mientras las gotas de sudor corrían como una cascada por su blanca tez.
 
      Habían transcurrido varias horas desde que los dos alkos habían regresado a su hogar. Akrog estaba asando la pieza de caza, mientras Kiril recolectaba comensales para la opípara cena. Torilo, Maikel, Oyvind, Ingvar y Thelmor fueron los afortunados estómagos que degustarían el sabroso manjar. Uno a uno fueron llegando a la casa de Akrog y siempre se repetía el mismo saludo.
      ―Buenas tardes, Akrog. Venimos a degustar el venado que tu hijo ha cazado y que amablemente nos ha invitado a compartir con vosotros.
      En ese momento Kiril y Akrog cruzaban sus miradas, se sonreían y entonces Akrog respondía:
      ―Perdonad que os corrija, pero el venado que Kiril ha cazado estaba ya muerto; muerto por mi flecha que le atravesó el cuello. Mi valeroso hijo remató a la peligrosa alimaña, no fuera a volverse contra nosotros en su agonía de muerte.
      Uno tras otro reían ante el sarcástico comentario de Akrog. Incluso Kiril, al que su padre siempre le había parecido muy ocurrente.
      ―El asado está casi a punto ―dijo Akrog―. Sentaros en torno a la mesa. Kiril, sirve por favor un poco de biluk a nuestros invitados.
      ―Con un poco no solucionaremos nada. Necesitaremos al menos un barril para saciar nuestros secos gaznates ―respondió Torilo, mientras todos se carcajeaban.
      Kiril presto a las órdenes de su padre, trajo de la despensa un barril de biluk del que fue sirviendo a cada uno de los comensales. En realidad hubo de hacerlo dos veces, pues la cerveza no duró apenas unos segundos en los vasos. Realmente estaban sedientos.
      Una vez apaciguaron su sed, apareció Akrog con el humeante y chispeante asado. El olor que emanaba hizo que algún estómago gritase de una manera desenfrenada.
      ―Cerrad vuestras sorprendidas bocas. ¿Es que no recordáis que además de ser el mejor cazador del clan, soy también el mejor cocinero? ―y mirando a Torilo añadió―; con el permiso de mi viejo amigo aquí presente, por supuesto.
      ―Dejémonos de halagos y empecemos a comer. La carne se enfriará si seguimos hablando como viejas alcahuetas ―dijo Thelmor mientras se abalanzaba sobre uno de los muslos del venado.
      Y tras Thelmor los demás fueron tomando trozos del animal que cortaban con sus afilados cuchillos y que posteriormente devoraban con sus aún más afilados dientes. El biluk corría por la mesa y no pasó mucho tiempo hasta que Kiril tuvo que levantarse a por un nuevo barril.
      ―¿Es quizás esta cena el preludio de la celebración por la boda de Kiril con la bella Ihola? ―dijo un eufórico Oyvind envuelto en los vapores del biluk.
      ―Sí, Kiril, seremos tus invitados de honor, ¿verdad? ―añadió Maikel, a la vez que un coro de risas acompañaban a su comentario.
      ―Para ello tendré que vencer en la iokane, y a pesar de ello, no sé si la hija de Zornik será de mi agrado... ―respondió Kiril apesadumbrado, pareciendo tomar repentinamente conciencia del cambio que sufriría su hasta ahora sosegada existencia en caso de triunfar en aquel desafío.
      ―No te apures mi buen amigo, nosotros te ayudaremos en tu entrenamiento y te daremos ánimos durante la competición ―respondió Ingvar.
      ―Además he oído que Ihola es una de las mujeres más bellas que existen. Dicen que tiene un largo y rizado pelo negro, que sus ojos se asemejan a dos esmeraldas en medio de su rostro, y que su cuerpo es un compendio de voluptuosas formas ―decía un embobado Maikel.
      ―Torilo, hora es que tu hijo encuentre esposa, pues parece que pierde la lucidez al hablar de mujeres. Quizás la bella Tarkia sería una buena pareja para él ―dijo Thelmor.
      ―¡Esa vieja solterona! ¡Ni aunque fuese la última mujer en toda Tierra Conocida me atrevería a desposarla! ―respondió airadamente Maikel.
      Los demás no podían mantenerse en sus sillas pues la risa les hacía tambalearse más que el propio biluk.
      En ese jovial ambiente transcurrió la animada cena en casa de Akrog. Del venado no quedó nada, ni siquiera las flechas que le habían dado muerte. Por el suelo de la estancia rodaban dos vacíos barriles de biluk, mientras un tercero presidía la mesa. Como en cualquier celebración nerlinga que se preciase los cánticos no tardaron en hacer acto de presencia. A pesar de que el biluk trababa sus lenguas, nadie perdía la ocasión de cantar y reír. Una de las canciones más celebradas fue la que improvisó Maikel sobre la posible boda de Kiril.
 
Como un ciervo por el campo corrió,
como una ardilla por el árbol trepó,
la bandera de los alkos tomó
y el corazón de la bella Ihola conquistó.
 
En la celebración un venado entero engulló
que con tres barriles de biluk acompañó.
Y cuando en el lecho de amor se acostó
como un viejo borracho dormido se quedó.
 
      Pasaron las horas y se fueron apagando los ecos de las canciones. La cerveza ahora los adormecía en vez de exaltarlos. La madrugada avanzaba y estaban agotados. Se despidieron como pudieron y abandonaron la casa, algunos sin poder mantener un rumbo fijo. Kiril completamente destrozado se dejó caer en su cama. En unos segundos el martilleo del biluk sobre su cabeza le dejó fuera de combate, abrazando un profundo y dulce sueño. Akrog tampoco tuvo problemas esa noche para conciliar el sueño, completamente desinhibido de sus recientes preocupaciones.
 
      Fue así como se consumieron los días hasta llegar a la fecha señalada. Por las mañanas Kiril acompañaba a pescar o a cazar a su padre y por las tardes se entrenaba durante las horas en que brillaba la luz de la estrella del día para competir en la iokane. Sus amigos Thelmor, Maikel, Oyvind e Ingvar le ayudaban, haciéndole esforzarse más de lo que él quisiera, sobre todo a la hora de trepar por los árboles, tarea ésta que no era del agrado de Kiril. También decidieron donde se colocarían para darle ánimos durante la iokane. Una loma a medio camino entre Lothikaton y Alkoburgo desde la que se divisaba gran parte del recorrido fue el lugar elegido. El apretado pinar que la coronaba les resguardaría del viento durante la espera.
      Akrog había recuperado parte de la paz interior perdida, aunque aún permanecían latentes en él el temor y la duda. Rezaba con devoción a su diosa para que todo transcurriese por los cauces de la hermandad y que el río de la guerra no se desbordase anegando con su sangre las tierras nerlingas. Solamente unas lunas le separaban de su destino y sabía que ya nada podría impedirlo. Para bien o para mal, la suerte estaba echada.