jueves, 23 de octubre de 2014

EL CONSEJO DE LOS LACRAGS

Buenas tardes de nuevo,

Lo prometido es deuda, por lo que a continuación os invito a leer el tercer capítulo de Crónicas Nerlingas I. La Traición Groning, "El consejo de los lacrags".

También comentaros que ya he comenzado a corregir las primeras maquetaciones que me han pasado desde la editorial. Unas cuantas horas de sueño menos y efecto ojos rojos sin necesidad de cámara fotográfica... Esperemos que sea para bien y El Sexto Clan quede aún mejor que la primera entrega.

Lo dicho, ¡a leer!

Agur,

Gorka




Era medianoche cuando Akrog, Kiril y Maikel llegaron a Alkoburgo. La ciudad dormía bajo la protección del cielo estrellado. El silencio era tan profundo que podían oírse los latidos de sus acelerados corazones.
      ―Dirijámonos a ver a tu padre ―le dijo Akrog a Maikel―. Es mejor no turbar las almas que duermen; mañana la noticia correrá como un venado huyendo de los lobos.
      Dejaron a Tranco atado a los maderos de un granero que encontraron a su paso y caminaron presurosamente a casa de Torilo. Una vez allí, despertaron al pobre infeliz de sus placenteros sueños y le contaron todo lo que había acontecido desde que la rueda de la carreta se quebró. Torilo, entre somnoliento y aturdido, no daba crédito a lo que escuchaba.
      Cuando Akrog terminó el acelerado relato, decidió informar de todo lo acontecido a Thuma, Dulba y Guilemin. Como ellos estaban fatigados por la marcha y Torilo hacía años que ya no montaba a caballo, resolvieron llamar a Thelmor y a los gemelos Oyvind e Ingvar. Les encomendarían la misión de avisar a los jefes de los clanes bilko, helko y celko y de hacerlos venir a Alkoburgo. Kiril fue en busca de su amigo Thelmor, mientras Maikel corría a casa de Oyvind y su hermano Ingvar. Antes de que Akrog y Torilo terminaran su conversación, Kiril y Maikel estaban de regreso con los tres mensajeros.
      ―Os agradezco la premura con la que habéis acudido a mi llamada ―les dijo Akrog―. En estos momentos no puedo detallaros lo que está ocurriendo, pero necesito que cabalguéis tan rápido como jamás lo hayáis hecho en busca de los lacrags bilko, celko y helko para comunicarles que Akrog les convoca con urgencia a una reunión en Alkoburgo. Tú, Oyvind, deberás dirigirte a Bilkoburgo y volver con Guilemin; tú, Ingvar, regresarás con Dulba; y tú Thelmor, apresúrate y trae contigo a Thuma.
      Los tres jóvenes asintieron con la cabeza sin pronunciar palabra alguna. Se encontraban confusos al oír las palabras de Akrog a la vez que asustados por las entrecortadas explicaciones que habían escuchado de boca de Kiril y Maikel. Akrog separó sus ropajes y de entre ellos tomó tres medallones. Eran tres representaciones del Kolkar, la enseña alka forjada en hierro. Se componía de un círculo central al que se unían otros cuatro más pequeños, teniendo cada uno de ellos un grabado en su interior. En el central aparecían unas runas que componían la palabra Alkhor, el nombre del fundador del clan, uno de los Primeros Nacidos. En los otros cuatro círculos se encontraban grabados el sol, una luna en cuarto creciente, unas olas representando el mar y tres árboles. En el reverso del gran círculo, nuevamente escrito con runas podía leerse la siguiente inscripción en el idioma de sus antepasados:

              Diosa Nerlinguia, venerada madre de los Primeros Nacidos,
               guíanos a través de montañas y bosques, de ríos y mares,
               en días soleados y en noches plenilúnicas y estrelladas,
               en días nublados y en noches oscuras y sin luna.
               Cinco clanes, una nación, una ciudad y una diosa.

      El Kolkar original de cada clan se hallaba enterrado en cada una de las cinco ciudades bajo las estatuas de la diosa Nerlinguia a las que adoraban. Simbolizaba una ofrenda a la tierra del hombre que la habita, la cual le había sido entregada por su diosa para cuidarla y cultivarla.
      ―Tomad cada uno de vosotros la enseña del clan de los alkos ―dijo Akrog a los tres mensajeros―. Así los lacrags sabrán que no se trata de una broma pesada. Y ahora id con Nerlinguia, y cabalgad más rápido que el viento ―terminó Akrog con solemnidad mientras les entregaba las enseñas.
      Sin más dilación, los tres jóvenes salieron de la casa y, montando a lomos de sus caballos, abandonaron entre las sombras de la noche la ciudad de Alkoburgo.

      La espera se alargó como si hubieran transcurrido varias lunas. La noche era estrellada y fría, pues el otoño se había instalado en Jactinia varias semanas atrás. A pesar de ello, Akrog contemplaba el cielo desde la puerta de la cabaña, buscando respuestas en aquel mar de diminutas luces que se agolpaban en torno a la luna. Kiril y Maikel hablaban entre susurros, sin poder explicarse todavía qué era lo que estaba ocurriendo. Mientras, Torilo cabeceaba, soñando casi despierto con un suculento asado de ciervo.
      Avanzaba la madrugada, y el silencio de la noche traspasaba sus oídos, jugueteando al tiempo con sus languidecientes ojos. La tensa calma fue repentinamente rota por un ruido de caballos en la lejanía. En unos minutos llegaron Oyvind y Guilemin desde Bilkoburgo, la ciudad más cercana a Alkoburgo. No tuvieron que esperar mucho más para que aparecieran Thelmor y Thuma e Ingvar y Dulba.
      ―Viejo loco ―dijo Dulba, el último en llegar―, espero que tengas motivos importantes para despertarnos en mitad de la noche y traernos casi arrastras hasta tu cabaña. Tu emisario se apareció como un búho en la noche, pero el sonido con el que batían sus alas no fue presagio de buenas nuevas ―finalizó el lacrag celko.
      ―Pasad mis queridos amigos, pues no son gratas las noticias que os he de contar. Pasad y acomodaos ―dijo Akrog.
      Todos entraron en la casa. Thelmor, Ingvar, Oyvind, Maikel y Kiril se quedaron en un rincón, mientras los demás se sentaron en torno a la mesa principal.
      ―Despierta Torilo, viejo dormilón. ¿Es que lo único que sabes hacer es comer y dormir? ―dijo Guilemin.
      Torilo despertó de su frágil sueño y todos rieron. Se saludaron y al instante Akrog comenzó a relatarles los acontecimientos ocurridos en el umbral del Bosque de Alkos. Esas fueron las últimas carcajadas que se oyeron aquella noche.
      Una vez que todos estuvieron al corriente de lo que había sucedido, comenzaron a preguntarse qué motivos tendrían los bunkos para vestir ropajes de guerra, así como el significado de las órdenes de dirigirse al Río Grazemberg en el límite sur de los territorios groning.
      ―Solamente hay dos posibles explicaciones para tan extraño comportamiento ―dijo Guilemin―. La primera es que el estúpido de Torko y sus aires de grandeza le lleven a provocar a los gronings con alguna escaramuza para entrar en guerra con ellos. De esa forma, el ejército nerlingo, liderado por su grandioso Rey les derrotará y sus hazañas serán recordadas en loas y canciones por todos los tiempos venideros. La segunda es que sea aún más estúpido si cabe y entre en tratos con los gronings, para de alguna manera conseguir mayor poder que el que le otorga el cargo de regente nerlingo.
      ―Nadie que entre en tratos con Zornik podrá salir indemne, sin perder su alma o su vida ―respondió Dulba.
      ―Y si lo que pretende Torko es la guerra con los gronings ―continuó Thuma―, quizá se encuentre solo para defenderse de tan peligroso enemigo.
      ―Sea lo que sea lo que pretenda el bunko, debemos apresurarnos y recuperar la iniciativa perdida, pues quizá dentro de diez lunas sea demasiado tarde para remediar lo inevitable ―dijo Akrog―. Propongo que al amanecer nos dirijamos a Lothikaton y convoquemos el Consejo de los Lacrags, donde Torko deberá detallarnos todos sus planes y cual es el fin último al que obedecen los movimientos de sus soldados.
      ―Estoy totalmente de acuerdo contigo ―contestó Guilemin.
      ―¡Y yo! ―respondieron al unísono Dulba y Thuma.
      ―Qué así sea entonces. Y ahora, descansemos, pues la noche se acaba y mañana nos espera una dura jornada que quizá cambie el futuro de nuestro pueblo ―sentenció Akrog―. Gracias a vosotros, mis jóvenes amigos ―dijo ahora dirigiéndose a los tres improvisados emisarios―. Nunca olvidaré lo que habéis hecho esta noche. Os dispenso, pues también vosotros debéis dormir.
      Ellos asintieron con la cabeza y, esbozando una leve sonrisa de satisfacción, se despidieron de los allí presentes. Los demás buscaron acomodo en sillas, camas e incluso en el suelo. Para cuando ya todos habían conseguido instalarse de una u otra forma, Torilo roncaba como un jabalí comiendo bellotas.

      ―Despierta, Guilemin. Y tú también, Thuma. Y todos los demás, vamos levantaros ―dijo Akrog.
      Comenzaba a amanecer y una brillante luz emergía tras las Montañas Nerlingas, dibujando con perfecta nitidez el perfil de sus puntiagudos picos.
      ―Si no fueses tú, ya estarías ensartado en mi espada. ¡Maldita sea!, nadie se atreve a perturbar mis sueños dos veces en la misma noche sin recibir su merecido ―se desperezó refunfuñando Thuma.
      ―Vamos, Torilo, regresa al mundo de los conscientes ―bromeó Akrog, mientras el pobre Torilo apenas podía mantener los dos ojos abiertos al mismo tiempo.
      Kiril y Maikel fueron los primeros en levantarse y comenzaron a preparar el desayuno. Torilo, quien luchaba por desperezarse, fue a dar de comer a los caballos y prepararlos para la cabalgada hacia Lothikaton. Los demás se colocaban sus botas a la vez que trataban de aclarar sus ideas, sumergiendo las cabezas en la cristalina y helada agua robada el día anterior al Lago Argul.
      Todos devoraron el desayuno, bien por estar hambrientos bien por las ganas de partir lo más velozmente posible hacia Lothikaton. Maikel y Kiril se despidieron de los lacrags deseándoles la mayor de las venturas en su encuentro con Torko. Ellos debían regresar al Bosque de Alkos a recoger la leña que dejaron allí, además de reparar la rueda derecha de su carreta. Por lo que pudiera pasar, los dos jóvenes portaban sus carcajs llenos de flechas y sus espadas colgando del cinturón.
      ―Evitad cualquier lucha con los bunkos si aparecen de nuevo merodeando por el bosque ―dijo Akrog―. Primero debemos cerciorarnos qué es lo que está ocurriendo. Solo entrad en combate si realmente corre peligro vuestra vida.
      ―Así lo haremos. Pero como bien sabes, nadie conoce el bosque mejor que nosotros, por lo que si avistamos algún bunko correremos a ocultarnos en él ―respondió Kiril.
      ―¡Que Nerlinguia os acompañe! ―dijo Akrog.
      ―¡Y a vosotros, señores lacrags! ―respondieron Kiril y Maikel.
      Y dicho esto, los dos jóvenes se dirigieron al granero donde Tranco había pasado la noche. Imitando a los jóvenes nerlingos, los cuatro lacrags ensillaron a sus caballos y abandonaron Alkoburgo al galope.

      Como una estampa robada al pasado, los lacrags cabalgaban velozmente bordeando el Lago Argul. Sus blancos cabellos peinados por el viento y su encorvada espalda formando una única figura con su montura. Pedazos de tierra y hierba saltaban detrás de ellos, arrancados del suelo por el poderoso galope de los caballos. El sol comenzaba a elevarse y sus rayos golpeaban los azules ojos de los jinetes. Entretanto, una bandada de patos salvajes se posaba en las frías y tranquilas aguas del lago.
      El grupo avanzaba a gran velocidad. Ya habían dejado atrás Bilkoburgo y avistaban en el horizonte Helkoburgo. Paulatinamente aumentaron el galope de sus caballos, mientras éstos resoplaban con sus corazones palpitando fuertemente, bombeando la sangre que alimentaba los músculos de sus potentes patas. Unos kilómetros antes de llegar a la capital helka, tomaron un desvío campo a través para atajar su marcha hacia Lothikaton. Apenas diez kilómetros los separaban de la capital, cuando advirtieron a lo lejos una partida de hombres a caballo. Akrog, que iba en cabeza del grupo, levantó su mano derecha y detuvo a su corcel. Los cuatro lacrags se hicieron a un lado ocultándose entre un grupo de frondosos árboles. A unos quinientos metros una patrulla de jinetes armados con lanzas, cruzaban perpendicularmente a la dirección que ellos seguían.
      ―Lanceros bunkos nuevamente ―dijo Akrog.
      ―En verdad parece que entre ellos y tú, mi amigo Akrog, hay una fuerte atracción ―respondió bromeando Thuma.
      ―Juraría que patrullan en círculo alrededor de Lothikaton ―respondió Guilemin.
      ―Y probablemente no sea el único grupo. Puede que esperen una visita, pero no del todo amigable ―dijo Dulba.
      Los lanceros pasaron sin percatarse de la presencia de los lacrags y continuaron la vigilancia en dirección noreste, bordeando Lothikaton hacia Celkoburgo.
      ―Reanudemos la marcha ―dijo Akrog―. Nuevas preguntas me asaltan y estoy impaciente por oír las respuestas de Torko. ¡Adelante! ―y espoleando a su caballo, Akrog abandonó el cobijo del pequeño bosquecillo y como una flecha se dirigió hacia la capital nerlinga seguido por sus compañeros de viaje.
      Tras subir un pequeño desnivel y bordear otra arboleda, descendieron para volver a trepar, llegando por fin a divisar las primeras cabañas que se esparcían en derredor de Lothikaton. Al fondo, majestuoso, les daba la bienvenida el Lago Argul, cuyas azules aguas comenzaban a adornarse de centelleantes reflejos plateados. El grupo redujo ligeramente su ritmo para no levantar demasiado revuelo entre las gentes del clan bunko que ahora habitaban aquellas cabañas.    
      Cuando se encontraban a unos quinientos metros del castillo, se oyeron los primeros gritos de los vigías apostados en las almenas.
      ―¡Atención! ¡Un grupo de cuatro hombres a caballo se acerca!
      Apenas unos segundos después, las puertas del castillo comenzaron a elevarse y, del interior del mismo, al igual que un oso sale de su caverna cuando alguien perturba su placentero sueño,  surgieron diez hombres armados con lanzas, que al galope se dirigieron al encuentro de los lacrags. Cuando se encontraron a una distancia en la que pudieron distinguir con nitidez al grupo, se percataron que se trataba de los jefes de los otros clanes, por lo que bajaron sus armas y depusieron el gesto amenazante con el que se habían aproximado.
      ―¡Saludos, amigos lacrags! ¿Cuál es el motivo por el que nos honráis con vuestra visita? ―preguntó el que parecía el jefe del grupo de los bunkos.
      ―Ciertas nuevas han llegado a nuestros oídos sobre los hermanos bunkos, y nos gustaría confirmarlas o desmentirlas hablando con vuestro lacrag Torko ―respondió Akrog.
      ―¿Cuáles son esas noticias? ―preguntó inquisitoriamente el bunko.
      ―Creo que eso no te compete y solamente lo discutiremos con tu lacrag ―respondió con firmeza Akrog―. Lo que si puedo adelantarte, es que no comprendo el motivo por el que vistes con cotas de malla, como si estuvieses preparado para el combate. ¿Es que acaso hemos entrado en guerra con algún pueblo vecino? ―respondió con otra pregunta sibilinamente Akrog.
      El bunko no respondió, y con gesto ofendido, solamente dijo:
      ―Os llevaré ante Torko ―y girando sobre si mismo se dirigió con los otros lanceros hacia el castillo. Detrás de ellos, los cuatro lacrags los siguieron con gesto serio.
      Una vez que el grupo entró en el castillo, el jefe bunko se adelantó y presurosamente se dirigió a avisar al Rey. Al cabo de unos minutos, un sonriente Torko aparecía en el umbral de la puerta. Altivo, como emborrachado de poder, se acercó pausadamente hacia los otros lacrags.
      ―¡Sed bienvenidos, mis queridos hermanos! ¿A qué debo el honor de esta inesperada visita? ¿Pudiera ser que añoraseis una buena comida como la degustada en la Ceremonia del Tránsito? ―preguntó al tiempo que sonreía.
       Los lacrags fruncieron el ceño tensando todos los músculos de sus rostros. Fue Akrog quien rompió el violento silencio.
      ―No creo que esta sea una buena ocasión para bromear ―habló con tono serio dejando entrever su enfado―. Extraños acontecimientos han acaecido los últimos días ―continuó―, y no encontrando explicación coherente a tales hechos, decidimos acudir a tu presencia y exigirte que convoques el Consejo de los Lacrags para esclarecer y dar respuesta a todas las cuestiones que debemos exponerte.
      ―¡Ja, ja, ja! ―se carcajeó Torko, mientras el grupo le miraba con perplejidad―. Solo algo semejante a la huida de Primera Tierra puede acontecer para que tus palabras suenen de esa manera. Mi querido Akrog, te pido que tú y los demás os tranquilicéis, paséis al interior del castillo y degustéis un buen vaso de biluk. Y si después seguís pensando que el mundo se estremece y derrumba a vuestro alrededor convocaremos el consejo. ¡Ja, ja, ja! ¡Acompañadme! ―gritó Torko mientras seguía riendo burlonamente.
      Guilemin encendido de ira echó mano a su espada, pero rápidamente Dulba sujetó su brazo y con una mirada penetrante le instó a tranquilizarse. Akrog y Thuma bajaron de sus monturas y esperaron a que Dulba y el enfurecido Guilemin hicieran lo propio. Los cuatro estaban irritados, pues Torko los había tratado con mofa y burla, cuando menos sus palabras eran un desplante hacia la autoridad que ellos representaban.
      A regañadientes Guilemin entró en la estancia donde días antes habían celebrado la Ceremonia del Tránsito. Torko les ofreció biluk, pero ellos la rechazaron.
      ―Está bien, veo que despreciáis mi hospitalidad. No acudís a mi casa como el hermano que visita el hogar de otro hermano ―dijo Torko endureciendo el tono de sus palabras.
      ―Pero también es verdad que nunca un buen hermano traicionaría a su hermano, y menos aún trataría de matarlo ―respondió Akrog.
       ―Graves son tus acusaciones ―se dirigió con gesto ofendido a Akrog―. Llamas mentirosos, traidores y asesinos a tus hermanos bunkos. ¿Acaso tienes alguna prueba para ensañarte de esa manera con nuestro clan? No tendrás mejor prueba de mi hermandad como ésta, pues tus acusaciones merecerían que mi espada  te partiese en dos ―gritó Torko mientras lanzaba su vaso al suelo―.  Y ahora soy yo quien solicita con urgencia el Consejo de los Lacrags pues tus palabras no pueden quedar impunes.
      ―Por una vez estamos de acuerdo ―saltó Guilemin.
      ―Pasemos a la estancia sin más demora ―dijo Dulba―. Muchas e importantes son las cuestiones que hemos de tratar.
      Los cinco nerlingos se dirigieron a una de las estancias del castillo que era utilizada para los consejos y reuniones de los lacrags. Austera como las demás habitaciones del castillo, únicamente estaba decorada con los cinco estandartes de los clanes, y situada en el centro de la misma se ubicaba una mesa de piedra que constaba de seis lados. En cada sextante se había tallado la letra inicial de los clanes, excepto en uno de ellos, que figuraba la runa K, de la palabra Kelkior, que significaba perdido; hacía referencia a la parte de la nación que decidió establecerse a orillas del mar, separándose de los cinco clanes durante el éxodo de Primera Tierra. Los cinco nerlingos ocuparon sus puestos correspondientes dejando libre el sextante K, en el que colocaron una imagen de la diosa Nerlinguia como símbolo de protección a sus hermanos perdidos.
      Akrog comenzó a hablar explicando a Torko todo lo que había sucedido el día anterior desde que se rompió la rueda de su carreta en el linde del Bosque de Alkos. Habló de la partida de bunkos, de sus ropas de guerra, de las amenazas de muerte de su jefe, de la cita dentro de una luna en el Río Grazemberg, de su apresurada reunión con Guilemin, Dulba y Thuma, del avistamiento de nuevas patrullas bunkas y del hostil recibimiento a las puertas de Lothikaton. Mientras duró la exposición de Akrog, Torko le escuchó atentamente y ni una sola palabra salió de su boca. Una vez hubo terminado el lacrag alko, Guilemin exigió explicaciones por la existencia de grupos de bunkos armados en tiempos de paz, cuestión ésta que completaron Dulba y Thuma al considerar inexplicable una reunión de un clan nerlingo en las proximidades del territorio groning. Fue entonces cuando Torko tomó la palabra y esbozando una sonrisa burlona dijo:
      ―Mi noble cabeza de lacrag sigue sin poder comprender semejante alboroto. Parecéis viejas asustadas por un minúsculo ratón. Debería renegar de vosotros como jefes de clan, pues si perdéis la calma por estas cuestiones que me acabáis de relatar, pobre de nuestro pueblo si algún día se enfrenta a un problema de verdadera envergadura teniéndoos a vosotros como regentes. He de deciros, que dentro de tres lunas tenía previsto convocaros en consejo, pero visto que vuestra impaciencia es más fuerte que vuestra cordura, deberé adelantar mi idea inicial y exponeros ahora el plan que dará grandeza y esplendor a nuestro pueblo. Quizás así dejéis de comportaros como rancios regentes.
      Los lacrags cruzaron sus miradas. Seguían sin entender nada de lo que allí ocurría. Por el contrario, Torko estaba satisfecho por el golpe de efecto que había logrado. No había nada que pudiera agradarle más, que los otros lacrags hubiesen venido asustados arrastrándose a su ahora castillo, demandando respuestas de un plan que años atrás había comenzado a maquinar. Como un genio a punto de mostrar su obra maestra, Torko hinchó los pulmones, mezcla de aire, mezcla de soberbia, y comenzó a descubrir aquello que sin él saberlo cambiaría para siempre el destino de su nación y el del resto de pueblos de Jactinia y Tierra Conocida.
      ―Mi gran proyecto es el siguiente ―comenzó ansioso Torko dispuesto a desvelarlo sin más rodeos―. Nuestro pueblo nerlingo sellará una alianza de sangre con el pueblo groning... ―y sin que Torko pudiera continuar, Guilemin saltó enfurecido de su silla gritando.
      ―¡Nunca! ¡Nunca nos aliaremos con esos bárbaros groning! ―gritó Guilemin―. ¿Es que acaso has perdido la razón, Torko? ¿Quieres que nos convirtamos en la misma raza sanguinaria que ellos?
       ―¡Basta! ¡Dejadme terminar! ―y a regañadientes Guilemin aconsejado por los demás volvió a sentarse―. Como os he dicho, sellaremos una alianza de sangre con el pueblo groning. ¿De qué manera? Uno de nuestros hijos contraerá matrimonio con la hija del Rey Zornik, Ihola, y de esta manera ambos pueblos recorrerán juntos para siempre el camino de la paz, y formarán la nación más grande y poderosa no solo de Jactinia, sino de toda Tierra Conocida. Podrán lanzarse a la conquista del resto de tierras y dominar el mundo ―y los ojos de Torko brillaron de forma maligna, con el fulgor de un fuego avivado por el viento de la codicia.
      Akrog percibió ese brillo y sintió como su pueblo irremediablemente se acercaba a un abismo del que nunca podría escapar.
      ―Torko ―interrogó Thuma al jefe bunko―, ¿qué es lo que reflejan tus palabras? Rectitud en tu actuar, buscando la fraternidad entre los moradores de Jactinia que nos provea de un futuro pleno de paz, o insaciables ansias de poder en la búsqueda de la alianza mortal con los bárbaros, la cual te permita compartir el dominio del mundo junto al despreciable Zornik. ¿Es que acaso la ambición ciega de tal forma tus ojos que te impide ver que jamás Zornik compartiría con nadie ni un mísero trozo de pan seco?
      ―Si continuas transitando por esta peligrosa senda ―continuó Akrog―, llevarás a nuestro pueblo a la destrucción. Te ruego encarecidamente que abandones esa idea.
      Torko enrojeció de ira, pues no alcanzaba a comprender cómo los otros lacrags no compartían su faraónica visión de alianzas, imperios y poder.
      ―¿Por qué os atrevéis a poner en duda mi buena fe? ―respondió airadamente Torko―. ¿Creéis que no compartiría con vosotros la gloria de nuestras conquistas? Nuevamente me ofendéis, pero yo os demostraré que estáis equivocados. Por ello, mañana volveremos a reunirnos en esta misma sala. Os mostraré las pruebas que darán validez a mis palabras; pues al amanecer mis emisarios regresarán, desde las orillas del Río Grazemberg, con noticias sobre la propuesta de alianza que realicé a Zornik y la cual confío que acepte sin ningún tipo de concesión. Pero hasta el nuevo día no volveré a hablar. Espero que aceptéis mi hospitalidad y permanezcáis en Lothikaton hasta la llegada de mis hombres.
      ―De acuerdo ―habló Dulba―, pero ten presente que no podrás tomar ninguna decisión por cuenta propia. Necesitarás el consenso de todos nosotros. Mañana desgranaremos el mensaje de Zornik, sopesando los pros y los contras de su propuesta.
      ―Aunque ten claro que difícilmente encontrarás mi apoyo para una alianza con esos salvajes ―contestó rabioso el impulsivo Guilemin.
      Sin pronunciar otra palabra, Torko se levantó de su silla y abandonó la estancia. La puerta retumbó con un eco sordo al cerrarse tras la espalda del bunko. Y allí quedaron, entre boquiabiertos y enfurecidos, entre sorprendidos y traicionados, los cuatro lacrags.
      Una alianza con sus sempiternos enemigos. Esa era la cuestión a debatir. Y en verdad que no perdieron el tiempo, pues emplearon la mayor parte del día en discusiones y reflexiones. Mientras en la parte positiva valoraban la posibilidad de una paz estable y duradera, en el otro lado de la balanza sopesaban las altas probabilidades de una traición por parte de los gronings una vez se hubiesen ganado la confianza de los nerlingos. Y si uno trataba de otorgar confianza a Zornik, rápidamente otro intentaba poner luz en sus opiniones recordando los largos años de guerras padecidos. Así pasaron las horas hasta que la oscuridad de la noche comenzó a deslizarse lentamente por las pequeñas ventanas de la estancia. Cansados y hambrientos decidieron aparcar por unos momentos las reflexiones que les ocupaban para alimentar sus vacíos estómagos. Probablemente así verían las cosas con mayor claridad.
      Se dirigieron al comedor y allí degustaron una copiosa cena. Torko, todavía molesto por el rechazo que su plan había producido en los otros lacrags, no les acompañó durante la velada. Esto provocó comentarios recurrentes y alguna que otra broma sobre el orgulloso carácter de los bunkos. Finalizada la cena, se dirigieron nuevamente a la sala de reuniones. Tuvieron que encender unas antorchas pues la oscuridad de la noche de Jactinia se había apoderado de toda la estancia. Y allí, al amparo de una tenue luz parpadeante, permanecieron Thuma, Dulba, Guilemin y Akrog deliberando sobre el futuro de la nación nerlinga mientras remojaban por última vez ese día sus paladares con unas jarras de biluk.
       Al cabo de unas tres horas, y cuando el sueño comenzaba a apoderarse de ellos, alcanzaron un acuerdo. No fue del todo unánime, pero sí el que más apoyos recibió. Finalmente, y dependiendo de lo que recogiese el mensaje de Zornik a Torko, otorgarían un voto de confianza al pueblo groning, una ocasión de redimir todos los males que había causado en el pasado, a la vez que otro voto de confianza a Torko, valorando el paso que éste había dado tratando de hermanarse con sus enemigos para lograr una paz definitiva. No obstante aún existían muchas dudas sin resolver sobre el trasfondo de ese plan. Fue por ello que decidieron imponer una serie de condiciones al acuerdo:

  Los gronings podrían circular libremente por territorio nerlingo siempre y cuando fuesen desarmados.
  Los gronings nunca comenzarían una guerra contra otro pueblo sin antes comunicarlo y consensuarlo en el Consejo de los Lacrags al cual se uniría Zornik.
  Se mantendría el puesto fronterizo de vigilancia durante al menos diez años, hasta constatar definitivamente las buenas intenciones gronings.
  En el hipotético caso de una unificación de los dos pueblos, la capital sería Lothikaton y el regente de la nueva nación sería aquel que contrajera matrimonio con la hija de Zornik.  Ésta se casaría con el vencedor de la iokane (§), en la cual participarían solamente los hijos de los lacrags, que por derecho de linaje serán los futuros jefes de clan y regentes de la nación.
  Los cinco clanes seguirían adorando a la diosa Nerlinguia, no aceptando la imposición de los dioses del pueblo groning.
 
      Dulba y Thuma eran los más favorables al acuerdo, mientras que Akrog guiado por su experiencia e intuición  mantenía serias dudas. Por contra, Guilemin se oponía frontalmente al pacto. Los cuatro lacrags decidieron comunicar a Torko su decisión al día siguiente, tras escuchar el mensaje de Zornik, que traerían en mano el grupo de bunkos al que avistaron en el Bosque de Alkos.
      Sin muchas más ganas de hablar y con cierta resignación, se despidieron deseándose buenas noches. Se acomodaron en las habitaciones que Torko había ordenado preparar mientras durase su estancia en el castillo. Tan pronto cayeron dormidos comenzaron a soñar sobre días de paz y de guerra, sobre amistad y enemistad, convulsos sentimientos que envolvieron su descanso sumergiéndoles en una creciente espiral de desasosiego.


(§) La iokane era una prueba de fuerza, destreza y resistencia, en la que los nerlingos competían bien durante el transcurso de sus fiestas, bien para decidir algún contencioso en el que no se conseguía alcanzar acuerdo alguno. Consistía en una carrera de cerca de quince kilómetros de campo a través, en la que los participantes debían regresar al punto de partida con una bandera que solía colocarse en la copa de alguno de los árboles del recorrido, con la particularidad de que el árbol estaba protegido por lanzas u otros objetos punzantes. El ganador era aquel que finalizase el recorrido en primer lugar regresando con la bandera correspondiente.



 
 


 

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