Quería
informaros a todos que ya he comenzado el proceso para publicar la segunda
entrega de Crónicas Nerlingas titulada El
Sexto Clan. De acuerdo a las fechas en las que ahora nos encontramos, y si
no hay mayores contratiempos, espero que el libro pueda estar listo y
disponible a la venta para las primeras semanas de diciembre.
Para
aquellos que no hayan comprado o leído el libro, voy a tratar en las próximas
semanas de irles despertando el gusanillo de la lectura publicando de manera
gratuita cinco capítulos de Crónicas Nerlingas I. La Traición Groning. Para los
recién llegados, en dos entradas anteriores del blog podéis encontrar el Prólogo y el primero de los capítulos, Bajo el signo bunko.
Los
siguientes capítulos que publicaré en esta y posteriores entradas son:
Ø De
ruedas, bosques y conspiracionesØ El consejo de los Lacrags
Ø El mensaje de Zornik
Ø Días de espera
Ø Adiós a Lothikaton
Hasta pronto,
Akrog y Kiril cruzaron el umbral de la cabaña que
abandonaron tres años atrás para instalarse en Lothikaton. Se llevaron una
grata sorpresa al descubrir que el resto del clan alko había adornado todo el
interior de la misma con flores silvestres además de haberles preparado un
suculento pastel en señal de bienvenida. Ambos cruzaron sus miradas y
sonrieron.
―Creo que
mañana por la mañana deberíamos acercarnos por casa del viejo Torilo a darle
las gracias ―dijo Kiril.
―Comparto
plenamente tu opinión ―respondió Akrog―. Incluso me atrevo a añadir que
deberíamos compartir con él este sabroso pastel como desayuno. Pero ahora es
tiempo de descansar. El viaje me ha fatigado y como bien dijiste mientras
cabalgábamos, mañana debemos ir a recoger leña al bosque. Así pues, buenas
noches, hijo mío.
―Buenas noches,
padre ―dijo Kiril.
Sin más demora
entraron a sus dormitorios. Ambos miraron con deseo aquellas camas de madera
cubiertas por pieles de oso que invitaban a tumbarse en ellas. Mientras Kiril
cayó rápidamente dormido, Akrog no pudo conciliar el sueño a pesar de estar
terriblemente fatigado. Aquella casa y en concreto aquella habitación le traían
a la memoria infinidad de recuerdos, recuerdos de su añorada esposa que
falleció tras el alumbramiento de Kiril. Recordaba las largas caminatas
alrededor del Bosque de Alkos, los ratos que pasaban cultivando y recolectando
los campos que lindaban con su cabaña, los paseos en barca por el Lago Argul y
tantos otros momentos que ya nunca volverían. Una gran pena anidaba en su
corazón por no haber visto crecer a su hijo Kiril al lado de su madre. Aunque
él no cuestionaba su labor como padre, si entendía que nunca había podido
llenar el vacío de cariño y comprensión que su madre le hubiera proporcionado.
Y mientras Akrog permanecía sumergido en estas reflexiones, poco a poco el
sueño fue apoderándose de él, hasta que finalmente cayó profundamente dormido.
Unos suaves
rayos de luz penetraron por las ventanas de la cabaña acariciando delicadamente
los párpados de Kiril, quien se encontraba postrado sobre la cama con los ojos
cerrados perdidos en el techo de la estancia. Esbozó una sonrisa estimulado por esa
agradable sensación, que finalmente se transformó en un profundo bostezo una
vez despertó. No sin cierta dificultad se levantó y, acercándose a la ventana,
observó que las negras nubes que la pasada noche cubrían el cielo habían
desaparecido. El paisaje que desde allí se divisaba era el reflejo del
esplendor del otoño nerlingo. Alkoburgo estaba situado en un pequeño alto, a
modo de atalaya, desde el que podía divisarse el Lago Argul en toda su
extensión; por el oeste el frondoso y extenso Bosque de Alkos, y al norte las
majestuosas Montañas Nerlingas, regios muros de roca que protegían a toda la nación.
Por las
chimeneas de las cabañas de Alkoburgo asomaban unos finos hilos de humo blanco,
prueba evidente que una nueva jornada había comenzado y, entretanto unos
desayunaban, otros ya abandonaban sus hogares para dirigirse a cultivar las
tierras.
Kiril
permanecía ensimismado contemplando aquella bella estampa, cuando súbitamente
los ruidosos pasos de su padre borraron de sus ojos aquella imagen.
―Apresúrate
hijo, o en vez de desayunar el pastel con nuestro amigo Torilo, lo tendremos
que comer como postre en la comida ―dijo Akrog.
―Me has
sobresaltado padre. Estaba absorto disfrutando del nuevo día ―dijo Kiril.
―Pues despierta
de una vez y acompáñame. Nos espera una larga jornada y debemos alimentarnos
bien ―le espetó Akrog.
―En un instante
estaré preparado ―respondió Kiril, y calzándose rápidamente las botas se
dirigió en compañía de su padre a casa de Torilo.
Los dos
nerlingos salieron de la casa y engancharon a su caballo de tiro Tranco a la
vieja carreta en la que cargarían la leña. Kiril se agachó mirando con gesto de
preocupación una de las ruedas.
―Creo que sería
conveniente arreglar la rueda derecha. Parece que uno de los radios está a
punto de partirse ―dijo Kiril.
―Lo mismo
dijiste hace tres años, pero tendrá que aguantar así un día más. Si nos
detenemos a repararla nos demoraríamos demasiado. La leña escasea a estas
alturas del año, por lo que no podemos retrasar la recogida ―respondió Akrog.
―Está bien
padre, pero no deberíamos cargar en exceso la carreta si queremos volver a casa
antes de que anochezca.
―¿Es que acaso
temes a las alimañas del bosque? ―y carcajeándose Akrog azuzó a Tranco y
comenzaron a caminar en dirección a la casa de Torilo.
Torilo era
íntimo amigo de Akrog y padre de Maikel, quien más que un camarada, era como un
hermano para Kiril. La amistad entre ambas familias se remontaba generaciones
atrás, pero los lazos que las unían se estrecharon aún más hace treinta años,
cuando Torilo salvó a Akrog de una muerte segura. Todo ocurrió mientras
galopaban por las inmediaciones del Bosque de Alkos siguiendo las huellas de un
grupo de venados. El caballo de Akrog se trastabilló al apoyar sus patas
delanteras sobre una pequeña zanja oculta bajo la maleza, lo que hizo que el
lacrag alko cayera de su caballo. Mientras aún se revolcaba dolorido en el
suelo y sin tiempo para reaccionar, se encontró a merced de un enorme oso gris
que merodeaba por aquellos lares. Al ver a su amigo en peligro, Torilo saltó
desde su caballo sobre la espalda de la bestia y clavándole un cuchillo en el cuello
acabó con el oso cuando ya se disponía a dar un zarpazo mortal al indefenso
Akrog. La piel del animal adorna desde entonces la alcoba del lacrag nerlingo,
arropándole en las frías noches de invierno.
Ambos amigos
solían verse con frecuencia, ya fuera para hablar o para compartir una
suculenta comida. En definitiva aquello que iban a hacer esa mañana. Cuando se
encontraban a unos veinte metros de la casa, la puerta se abrió, y en el umbral
de la misma apareció un sonriente Torilo.
―Sabías que
vendríamos a compartir contigo el pastel, viejo zorro ―habló Akrog al tiempo
que elevaba su brazo en señal de saludo.
―¡Por
Nerlinguia, si yo mismo fui quien lo cocinó! ―respondió Torilo―. Daros prisa, o
se enfriará el caldo de jabalí que he preparado.
Akrog y Kiril
dejaron a Tranco y la carreta en el establo y pasaron al interior de la casa. Sobre la mesa
había cuatro vasos de los que emanaba un delicioso aroma. Torilo tomó un
cuchillo y cortó en cuatro trozos el pastel.
―Enseguida
vendrá Maikel ―dijo Torilo―. Acaba de ir a lavarse al lago y de paso traerá un
poco de agua para los caballos.
―Intentaré
convencerle para que nos acompañe... ―y sin que Kiril pudiera terminar la frase Maikel la
completó.
―... a recoger
leña. ¿Es que tú solo no eres capaz de cargar un poco de madera seca en la
carreta? ―y mientras decía esto se acercó a Kiril y ambos se abrazaron.
―Ya basta de
saludos, parecéis dos mujeres que no se hubieran visto en años. Mi estómago
grazna como un cuervo hambriento y si no nos apresuramos, la única leña que
encontraremos será la del establo de Torilo ―dijo Akrog.
Kiril y Maikel
se sentaron en torno a la mesa y rápidamente dieron cuenta del suculento
desayuno. Durante el mismo Kiril le convenció para que los acompañase a cambio
de realizar un pequeño concurso de tiro con arco después de la comida. Junto a su
amigo Oyvind, ambos eran los mejores tiradores del clan y siempre que podían
trataban de demostrar quien era el mejor. Fue por esto que Kiril regresó
corriendo a casa a recoger su arco y su carcaj lleno de flechas. Durante ese
lapso de tiempo, Akrog comentó a Torilo lo sucedido la víspera en Lothikaton
con el clan bunko, ya que el padre de Maikel había regresado un día antes para
preparar el retorno de Akrog y el resto del clan a Alkoburgo.
―Querido Akrog,
yo también me siento turbado por las palabras de Torko ―dijo Torilo―. Presiento
que los años de sosiego tocan a su fin. El bunko siempre fue soberbio y altivo,
sin embargo detrás de esas palabras hay algo más que soberbia. Creo que los jefes
de los clanes hicisteis bien en planificar una vigilancia sobre los movimientos
de Torko.
―Sinceramente
deseo que al final todo sea una falsa alarma y un exceso de suspicacia por
nuestra parte, pero o mucho me equivoco o los planes de Torko podrían asemejarse
a los de cualquier jefe groning ―dijo Akrog.
―Deberemos
aguardar al desarrollo de los acontecimientos ―respondió Torilo.
En ese momento
apareció Maikel con su carcaj a la espalda y el arco en su mano. Parecía un
auténtico guerrero, ya que siempre gustaba de vestir unas botas muy altas y
cinturón de campaña, con un puñal en su parte derecha. Su gran altura y
complexión hacían el resto.
―Ya regresa
Kiril. Creo que es hora de partir hacia el Bosque de Alkos ―dijo Maikel.
―Tu hijo tiene
razón, Torilo. Una vez más agradezco tu desinteresada hospitalidad. Estaremos
de vuelta antes del anochecer, así que deséanos un buen día.
―Por supuesto,
mi amigo Akrog. Ve y que Nerlinguia te acompañe. Y cuida de mi hijo ―añadió
Torilo.
―Él bien sabe
cuidarse por sí solo. ¿Es que no te has percatado que podría alzar tu orondo
cuerpo con una sola mano? ―dijo Akrog, y todo rieron.
Akrog y Maikel
abandonaron la casa, dirigiéndose al establo donde les esperaba Kiril. Los dos
jóvenes nerlingos montaron en la parte trasera de la carreta y Akrog condujo a
Tranco. Poco a poco fueron alejándose de Alkoburgo bajo la atenta mirada de
Torilo.
El camino hacia
el Bosque de Alkos no era muy largo pero si fatigoso. El primer tramo de unos
cuatro kilómetros tenía una ligera pendiente que veía incrementada su dureza
por el gran número de piedras que la jalonaban, por lo que Kiril y Maikel
debieron bajar de la carreta para empujarla, ya que en algunos momentos el
pobre Tranco no podía con ella. Una vez se suavizó la pendiente, ambos subieron
de nuevo en la carreta, por lo que para el caballo la cuesta se empinó
nuevamente. Tranco sabía que como todos los años debía subir al bosque, y que
si duro era el ascenso por aquel pedregal, aún peor sería el camino de regreso
a casa con más de cien kilos de leña sobre la carreta y un amo inquieto que le
azuzaría para llegar a Alkoburgo antes que la noche cubriese hasta el último
rincón de Tierra Conocida.
La última parte
del camino era totalmente llana, una vez que superaron el desnivel de terreno
existente entre Alkoburgo y la pequeña colina desde la que se divisaba el
bosque. Las piedras dieron paso a la verde hierba que poco a poco crecía en
altura, hasta que junto a los arbustos y zarzales el paisaje tornaba a una
pequeña selva a modo de antesala de la hermosa floresta que se erguía frente a
ellos. El bosque era una gran concentración de robles y hayas, tal que apenas
el sol podía penetrar en su interior, creando un extraño ambiente sombrío pero
diáfano a la vez. Por
doquier podían oírse los canturreos de los pájaros que anidaban en las copas de
los árboles. Escasas eran las alimañas que moraban en el bosque, ya que a
excepción de una familia de osos que solía ser vista por sus lindes, hacia años
que nadie había tenido un desagradable encuentro con ningún otro animal
salvaje.
Debido a la
frondosidad y escasez de luz era fácil perderse en él. Todos los alkos
recordaban con mofa como una partida de orgullosos bunkos permanecieron
caminando en círculo dentro del bosque durante dos días sin encontrar una
salida. Esa era una situación por la que ellos, grandes conocedores del bosque,
nunca pasarían. Además de recordar cada uno de sus árboles, arbustos y
helechales, siempre tenían preparados varios escondites secretos en caso de
necesidad apremiante en la que su vida corriese peligro, o simplemente para
ocultarse de su mejor amigo y darle un buen susto. Ese había sido el caso de
Kiril y Maikel, quienes muchas veces habían tenido como compañeros de juegos a
su buen amigo Thelmor o a los gemelos Oyvind e Ingvar.
Cuando parecía
que aquel amasijo de zarzas y arbustos se tornaba impenetrable, repentinamente
se abrió un claro que daba paso a un estrecho sendero que conducía al interior
del bosque. Akrog dio orden a los dos
jóvenes de descender del carro y continuar a pie. Una vez que se hubieron
internado unos trescientos metros en el bosque, Akrog detuvo al grupo.
―Este será un
buen lugar para dejar la carreta y que Tranco descanse ―dijo―. Esas dos grandes
piedras nos servirán de asiento a la hora de la comida.
―Y aquel árbol
seco será un perfecto blanco para nuestro concurso de tiro con arco ―dijo
Kiril.
―Siempre y
cuando os hayáis ganado la comida recogiendo leña, pues veo que preferís el
divertimento a cumplir con vuestras obligaciones ―contestó Akrog.
―No se preocupe
lacrag ―dijo Maikel―, superaremos con creces sus expectativas.
―Permitidme que
lo compruebe antes de la
comida. Y ahora pongámonos a trabajar ―dijo Akrog―. Recordad
siempre que está prohibido cortar un árbol sano entero; solamente recogeremos
ramas caídas o troncos partidos por algún rayo, y en caso de no encontrar la
suficiente leña podrá talarse una rama principal por árbol. Tened presente mis
queridos jóvenes las leyes de Nerlinguia: “La naturaleza vive junto y en
nosotros. Si ella muere, nosotros morimos. Si una parte de ella muere, pero se
regenera, nuestro pueblo tendrá una larga y duradera descendencia; parte de sus
miembros morirán, pero otros nuevos llevarán la sangre de la madre Nerlinguia
en sus venas, como las nuevas ramas del árbol sienten la savia de la vida” ―finalizó
Akrog solemnemente.
Todos
permanecieron en silencio durante unos instantes, pensativos, reflexionando
sobre las palabras pronunciadas por Akrog y tratando de imaginar la belleza,
sabiduría y majestuosidad de Nerlinguia, la madre de su pueblo. La calma fue
rota por el canto de algunos jilgueros, por lo que nuevamente el grupo se
movilizó. Los dos jóvenes tomaron sus hachas y comenzaron a recoger y cortar
los restos de madera caídos que iban encontrando por el bosque. Siguiendo
escrupulosamente las leyes nerlingas, no talaron un solo árbol por su tronco, y
solamente se atrevieron a cortar ramas de aquellos árboles que eran más viejos.
Akrog no podía
seguir el ritmo de Kiril y Maikel, pero se afanaba en conseguir la mayor
cantidad de leña posible. No se alejaron en exceso de la carreta, ya que aunque
poco probable, el pobre Tranco podría sufrir el ataque de algún animal del
bosque que vagabundease por allí en busca de comida.
A pesar de que
el día era soleado, debido a la imponente frondosidad del bosque, pocos eran
los rayos de luz que podían penetrar entre las ramas, siendo la zona donde
ellos se encontraban, casi en el linde del bosque con el valle, una de las más
claras y luminosas. Pasaron cerca de tres horas recogiendo, cortando y
acarreando leña a la carreta bajo la atenta mirada de Tranco que descansaba
plácidamente. Lentamente el voraz apetito que se iba despertando en Kiril y
Maikel hizo que se acrecentase el número de visitas a un zurrón que colgaba de
la carreta, para tomar unos trozos de pan y queso.
―Valientes
leñadores, os comportáis como dos ardillas hambrientas ―dijo Akrog entre
enfadado y burlón―. Está bien, creo que ya es hora de comer, y habéis ganado
justamente el derecho a llenar vuestros estómagos. Os felicito, habéis
trabajado duro.
―Gracias
―contestaron al unísono los dos jóvenes.
Y sin mediar
otra palabra, los tres leñadores se sentaron sobre las grandes piedras y,
hambrientos por el esfuerzo realizado, comenzaron a devorar la comida. La carreta
presentaba un buen aspecto, prácticamente llena de leña, por lo que una hora
más de recogida sería suficiente. Kiril y Maikel estaban contentos, pues con la
felicitación que Akrog les había dispensado, aprobaba veladamente su torneo de
tiro con arco, que era lo que verdaderamente ansiaban ambos jóvenes.
Tras dar el
último bocado a su manzana, tomando su arco y su carcaj, Maikel se incorporó de
un salto y dijo:
―Yo, Maikel de la familia Borjulug ,
hijo de Torilo, reto al futuro lacrag de los alkos, a derribar la hoja que
cuelga de la tercera rama del árbol seco.
Akrog y Kiril
rieron, aunque el jefe del clan alko se sintió orgulloso al oír como Maikel
reconocía a su hijo como futuro lacrag del clan.
―Acepto gustoso
tu reto, hijo de Torilo. Tus ojos verán como traspaso con mi flecha esa hoja
cual sucio groning ―respondió Kiril.
―No se hable
más, pues yo seré el juez del torneo ―añadió Akrog―. Lanzaréis vuestras flechas
desde cincuenta pasos, comenzando por el retado y finalizando por el retador.
Ambos
asintieron con sus cabezas y se dirigieron hacia el árbol. Una vez llegaron a
él observaron la hoja seca y, girando sobre si mismos, comenzaron la cuenta:
uno, dos, tres, cuatro, cinco y así hasta los cincuenta pasos establecidos.
Dieron un nuevo giro y encararon el viejo árbol. Kiril sería el primero en
lanzar la flecha. Tomó
una de las muchas que llevaba en su carcaj, la apoyó sobre el arco, tensó suave
pero firmemente la cuerda, apuntó a la hoja conteniendo la respiración durante
unos segundos y disparó. La flecha partió en dos la hoja arrancándola del
árbol, clavándose cuatro robles más adelante.
―¡Increíble!
¡Imposible superar eso! ―exclamó Kiril orgulloso de su certero disparo.
―Tus palabras
suenan a bravuconada de bunko. Verás ahora disparar al mejor arquero que haya
pisado el Bosque de Alkos. Lacrag, le ruego fije un nuevo blanco para demostrar
a su hijo quien es el mejor tirador ―espetó Maikel a Akrog.
―De acuerdo, mi
querido Maikel ―dijo―. ¿Ves a tu derecha aquel árbol con un pequeño agujero en
la mitad del tronco? Pues bien, prueba si eres capaz de introducir tu flecha en
él.
―Veo que estás
acostumbrado a elegir blancos muy fáciles para tu hijo ―se burló Maikel―.
Prestad ahora atención.
Maikel tomó una
flecha y armó su brazo con el arco. Hizo una pausa mientras contenía la
respiración y disparó. La cuerda silbó y la flecha se incrustó exactamente en
el centro del agujero.
―¿Qué decía yo?
¿Quién es el mejor arquero de toda la nación nerlinga? ―gritó Maikel.
Y de esta
manera, gradualmente los blancos iban aumentando en dificultad, pero los dos
jóvenes no fallaban, por lo que a cada nuevo logro se envalentonaban más y más.
Fue entonces cuando Akrog decidió que los jóvenes se tapasen los ojos con un
pañuelo. Él se colocaría a cincuenta pasos blandiendo una rama, la cual los
jóvenes deberían ensartar. Primero lo intentó Kiril, errando el tiro cerca de
diez metros. A continuación Maikel hizo lo propio, clavando la flecha cerca del
lugar donde Tranco contemplaba con nerviosismo el cariz que tomaban los
acontecimientos, que podían llegar a convertirlo en la cena de esa noche. Fue
entonces cuando Akrog decidió declarar nulo el torneo no sin antes añadir:
―Ambos queréis
saber quien es el mejor arquero y yo os lo voy a mostrar. Dame ese pañuelo,
Maikel ―y tomándolo de la mano del hijo de Torilo, Akrog se lo colocó alrededor
de su cabeza cegando completamente sus azules ojos y pidió un arco y una
flecha―. Ahora, Kiril, coge la rama y colócate donde tú quieras agitándola
suavemente.
Ambos jóvenes
se miraron entre extrañados e incrédulos, a la vez que sonreían burlonamente
ante el atrevimiento de Akrog. Kiril se alejó y, una vez que hubo contado los
cincuenta pasos, comenzó a moverse lentamente en círculo a la vez que agitaba
la rama con su brazo derecho. Akrog tensó el arco y permaneció inmóvil. Maikel
lo observaba atentamente, cuando súbitamente el lacrag alko giró dos pasos a su
izquierda y disparó la
flecha. Su arco cantó y la saeta rompió en dos la rama que
Kiril portaba en su mano. Kiril cayó al suelo de rodillas, asustado, su corazón
a punto de estallar por la violencia de sus palpitaciones, mientras Maikel
permanecía inmóvil, perplejo ante la proeza que había contemplado.
―¿Pero cómo...?
―fueron las primeras palabras que Maikel pudo pronunciar.
―Simplemente
transformé el sentido de la vista en una percepción diferente, en la presencia
―explicó Akrog―. Por supuesto esto es mucho más sencillo y se realiza con mayor
precisión si la persona que lo intenta no pierde el tiempo fanfarroneando sobre
sus supuestas destrezas y habilidades ―y rompió a reír.
Los dos jóvenes
se sintieron humillados por el viejo nerlingo, pero aprendieron aquella lección
para el resto de sus días.
―Una vez que ha
quedado claro el nombre del mejor arquero de toda Tierra Conocida, continuemos
recogiendo leña. Hemos llenado aproximadamente las dos terceras partes del
carro, pero no habrá que demorarse, pues dentro de unas horas el sol se ocultará.
Así pues, apresurémonos ―dijo Akrog.
Rejuvenecido
por su victoria en el improvisado concurso de tiro con arco, Akrog cargaba la
leña a un ritmo igual o incluso superior al de los jóvenes nerlingos, lo que
hizo que la recogida finalizase antes de lo previsto, por lo que aprovecharon
para merendar los restos de alimentos que habían sobrado de la comida. Comenzaba
a atardecer cuando el grupo inició feliz su marcha hacia Alkoburgo, al
contrario que el caballo, para el cual la vuelta a casa era una auténtica
odisea por aquellos empinados caminos pedregosos llenos de hierbajos y
arbustos. Cuando el grupo se encontraba en los lindes del bosque, y como si
Nerlinguia hubiera escuchado las plegarias de Tranco, una de las ruedas de la
carreta se hundió en un pequeño bache y un penetrante crujido desató los peores
presagios.
―¡Maldición!
―dijo Kiril mientras saltaba del carro―. ¡La rueda derecha se ha partido! Ya te
advertí padre que no aguantaría tanto peso.
Akrog farfulló
un improperio ininteligible. Maikel descendía ahora del carro. Los tres
observaron el estado en el que había quedado la rueda. Uno de los
radios se había partido y la sujeción al eje estaba agrietada.
―La reparación
no será sencilla, pero podemos intentarlo. El problema es que debemos descargar
toda la leña de la carreta ―comentó Maikel.
―Está bien,
pero tenemos que darnos prisa, porque hace rato que comenzó a atardecer y no
tardará en caer la noche. Si no lo conseguimos dejaremos aquí la leña y mañana
por la mañana la recogeremos, pues no me agradaría ser la cena de algún oso
errante ―dijo Akrog, mientras recordaba el desagradable encuentro con aquel
gran oso pardo.
―De acuerdo,
pongámonos a trabajar ―dijo Kiril.
Mientras Kiril
y Maikel descargaban la leña, Akrog desató a Tranco de la carreta. Cuando se
disponían a reparar la rueda con la carreta ya vacía, oyeron sonidos de cascos
de caballos que se aproximaban. Maikel se acercó hacia la zona del camino en la
que terminaba el claro. Rápidamente volvió sobre sus pasos agitando sus brazos
enérgicamente, haciendo entender a Kiril y Akrog que debían esconderse. Cuando
llegó donde padre e hijo se encontraban, les comunicó lo que acababa de ver.
―Una partida de
bunkos a caballo, unos quince..., todos armados y con ropajes de guerra..., se
dirigen hacia aquí ―habló Maikel jadeante.
―Padre,
deberíamos ocultarnos. Nada bueno traerá a los bunkos a las tierras de nuestro
clan ―dijo Kiril.
―Cierto es, más
aún teniendo en cuenta las palabras que ayer pronunció su lacrag. Pero no nos
apresuremos en juzgar los acontecimientos ―respondió Akrog en un tono más
conciliador―. Por precaución bien haremos en ocultarnos en esta ocasión.
Cojamos a Tranco y escondámonos en el bosque. Así averiguaremos que es lo que
se proponen o hacia dónde se dirigen. Apresuraos, los jinetes se acercan.
Guardad silencio.
Los tres alkos
y su caballo pnetraron en el bosque, desapareciendo sin dejar rastro, no en
vano lo conocían a la
perfección. Se ocultaron sin necesidad de adentrarse
demasiado, ya que su objetivo además de no ser descubiertos era observar los
movimientos de los soldados.
Al cabo de
aproximadamente un minuto, los bunkos irrumpieron en el claro que servía de
antesala al Bosque de Alkos. Eran diez soldados, no quince como Maikel había
creído ver, ataviados con ropas de guerra, cotas de malla y yelmos negros,
color representativo del clan. Nueve de ellos portaban largas lanzas y redondos
escudos adornados con un cuerno en el medio, además de espadas enfundadas en la cintura. El que
parecía el jefe de la partida, llevaba una gran espada y una capa negra que
colgaba de su espalda. Ninguno de ellos llevaba arcos, no en vano esa
disciplina era dominaba por el clan alko, no así por los bunkos, quienes
siempre habían destacado en combate por sus lanceros a caballo. Al entrar en el
claro, el grupo disminuyó su galope, reduciéndolo hasta un suave trote. El jefe
del grupo se detuvo repentinamente a la vez que parecía fijar su mirada en un
punto.
―¡Maldita sea!
¡Han descubierto la carreta! ―susurró Akrog amparado tras las sombras del
bosque.
El grupo de
lanceros se dirigió hacia el lugar donde los alkos la habían abandonado. El
jefe bajó de su caballo y se acercó a ella. La observó y vio la rueda rota, así
como la leña apilada a unos metros de distancia.
―Algún aldeano
del clan alko vino a por leña y rompió la rueda de su carreta. Este radio
estaba carcomido. A nadie más que a un idiota se le ocurriría cargar madera en
una carreta en este estado ―dijo el jefe bunko.
Akrog enrojeció
de furia al oír aquellas palabras. Un bunko le había llamado aldeano e idiota,
a él, el lacrag del clan alko y hasta
ayer Rey de todos los nerlingos. Parecía que su amor propio le iba a traicionar
cuando Kiril le sujetó con su brazo y colocando el dedo índice sobre la boca le
pidió que mantuviese la calma y guardase silencio. Mientras, Maikel sujetaba
con sus dos manos la boca de Tranco para evitar que cualquier relincho del
caballo pudiera delatar su presencia.
―Probablemente
haya vuelto a Alkoburgo ―continuó el bunko―, pero no podemos poner en peligro
la misión que se nos ha encomendado. Que cinco de vosotros revisen los lindes
del bosque en dirección sur. El resto vendrá conmigo para comprobarlo en
dirección norte. Si encontráis a alguien merodeando por los alrededores no
dudéis en matarlo. Nos encontraremos en el paso de las Montañas Nerlingas. Y no
os demoréis; no admitiré retrasos en nuestra cita dentro de una luna en el Río
Grazemberg. ¡Adelante!.
Grave y seca
retumbó en el bosque la exclamación del jefe bunko, mientras un sudor frío
recorría el cuerpo de los tres alkos. Permanecieron inmóviles en su escondite,
hasta que el grupo se alejó. Pasaron todavía unos minutos hasta que Akrog,
Kiril y Maikel abandonaron su refugio. Una sensación de miedo y excitación
invadía a los dos jóvenes. Akrog, más sereno, reflexionó en voz alta.
―Mis peores
presagios se han hecho realidad. No ha pasado ni un solo día y los bunkos se
hallan en pie de guerra. Pero me pregunto, ¿contra quién? ¿Contra sus propios
hermanos? ―Akrog se detuvo unos instantes, pero ninguno de los dos jóvenes se
atrevió a decir nada―. Y algo que turba aún más mis pensamientos ―continuó―. ¿A
qué se debe esa premura? ¿Qué objeto tiene esa cita en las orillas del Río
Grazemberg? ¿Con quién se reunirán? No alcanzo a comprenderlo, esa parte de
Jactinia,..., allí solo merodean...
―Gronings ―dijo
Kiril, atreviéndose a romper el monólogo de Akrog.
―Tienes razón
hijo mío, pero no imagino por qué los bunkos querrían hablar con los gronings.
Ellos son los enemigos de la nación nerlinga..., no puede ser, no entra dentro
de lo razonable.
―Yo no pienso
que los bunkos vayan a reunirse con los gronings, pero si está claro que nada
bueno traman. Esas ropas en tiempo de paz no son un buen augurio ―respondió
Maikel.
―Sabias son tus
palabras, Maikel ―dijo Akrog mientras su mirada se perdía en dirección a las
Montañas Nerlingas―. Lo que ahora debemos hacer es dirigirnos a Alkoburgo tan
rápido como podamos y convocar en consejo a nuestros hermanos bilkos, helkos y
celkos, y una vez tomada una resolución, cabalgar al amanecer hacia Lothikaton
en busca de Torko. Ese bribón deberá aclarar muchas cosas.
Sin mediar otra
palabra, los tres nerlingos y su caballo se dirigieron apresuradamente hacia
Alkoburgo. El corazón de Akrog pareció envejecer repentinamente. Se sentía
viejo y cansado. Las imágenes que habían asaltado su mente la pasada luna,
cuando cabalgaba de vuelta a su hogar, volvían a repetirse. Sangrientas
batallas que habían librado sus antepasados pasaban veloces ante sus ojos. Él,
que tanto había luchado y que solamente anhelaba la paz y la tranquilidad en
los últimos días de su larga vida, no se sentía con fuerzas para entrar en una
nueva época de guerra y dolor. Giró su cabeza hacia el Bosque de Alkos, y allí
vio su vieja carreta rota, vacía y abandonada, la leña esparcida por el suelo,
baldío el esfuerzo de aquel día. Y pensó en la nación nerlinga, y en lo duro
que fue el éxodo de la
Primera Tierra , y en los años de guerras gronings hasta su
definitivo establecimiento al amparo del Lago Argul. Y pensó cuan fácil podría
destruirse todo aquello por la sed de poder de un solo hombre. Y mientras
cuatro seres continuaban su desenfrenada carrera hacia Alkoburgo, allí permanecía
inmóvil la vieja carreta, en la frontera del bosque y el valle, como presagio
de tiempos de fractura y destrucción.
un pequeño avance de EL SEXTO CLAN??? Mesedez.. :-)
ResponderEliminarPor ser tú y demostrar tanto interés e insistencia, aquí tienes en primicia mundial la primera frase de Crónicas Nerlingas II. El Sexto Clan:
ResponderEliminar"Los párpados de Oyvind se comprimieron instintivamente, cegando sus élficos ojos al fatal destino que sobre él se cernía."
Y hasta aquí puedo leer...
jajaja.. ke conste ke no me fio ni leches.. :-)
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