domingo, 9 de noviembre de 2014

DÍAS DE ESPERA

Buenos días a todos,

Seguimos con las entregas de los primeros capítulos de Crónicas Nerlingas I. La Traición Groning, para que todos aquellos que no la habéis leído os animéis a hacerlo y de esa manera podáis sumergiros de lleno en la saga, que tendrá su pronta continuación en diciembre de este años con el segundo libro, Crónicas Nerlingas II. El Sexto Clan.

Os dejo pues con la lectura del penúltimo capítulo que os ofrezco de manera gratuita: Días de Espera

Que lo disfrutéis,

Gorka



 
El tempranero canto de un gallo despertó bruscamente a Kiril de sus sueños. Un nuevo día, en el que el sol volvía a trepar por las Montañas Nerlingas, había nacido. La tormenta desatada la pasada luna había escampado y el cielo se encontraba libre de aquellos negros nubarrones. Como todas las mañanas, contempló desde la ventana de su cabaña las tranquilas aguas del grandioso Lago Argul, y dio gracias a Nerlinguia por habitar en aquellos hermosos parajes. A pesar de su espíritu aventurero y sus ansias de conocer el mar, amaba por encima de todo las tierras en las que había sido alumbrado. 
      En la otra habitación de la cabaña, hacía algo más de media hora que Akrog permanecía tumbado en su cama con los ojos perdidos en alguna de las esquinas de la estancia. Su mente trataba de asimilar las decisiones tomadas el día anterior en Lothikaton. Regresó de la capital a medianoche, agotado por las preocupaciones que lo abrumaban, tratando sin conseguirlo de acallar a su conciencia que lo fustigaba sobre la ya inamovible decisión. Se percató que si seguía allí tumbado con la mente en blanco, todos esos temores le atormentarían hasta volverle loco. Por ello, se incorporó de un salto de la cama con el decidido propósito de ocupar los días venideros labrando el campo, cazando, o pescando en compañía de su hijo Kiril.
      ―Hijo mío, buenos días ―dijo Akrog.
      ―Buenos días, padre ―respondió Kiril―. Toma un poco del caldo que estoy preparando para nuestro desayuno.
      ―Gracias. Esto me entonará un poco ―le sonrió su padre.
      Bebiendo a pequeños sorbos del vaso se sentó en una de las sillas y picoteó unos trozos de pastel de bayas.
      ―Kiril, he pensado que hoy sería un buen día para ir de caza ―sugirió Akrog―. El tiempo está despejado y seguro que algún ciervo se deja ver por el Bosque de Alkos. Si cazásemos uno podríamos invitar a Torilo y Maikel a cenar. ¿Qué te parece la idea? ―le preguntó.
      ―Me parece una estupenda idea. El tiempo es bueno y no hace viento, así que los venados no podrán olfatearnos. Hace ya unos días que no me he lavado... ¡ja, ja, ja! Las aguas del lago están cada vez más frías ―dijo Kiril a la vez que reía con su padre.
      ―Entonces no se hable más. Terminaremos el desayuno y tomaremos nuestros arcos y carcajs. ¡Prepararos venados, el reciente campeón del concurso de tiro va a por vosotros! ―gritó Akrog, pero Kiril no se atrevió a responder, pues suficiente fue el escarmiento que recibió días atrás.
      Una vez terminaron el desayuno, se armaron convenientemente para dirigirse al Bosque de Alkos. Cuando estaban a punto de abandonar Alkoburgo, un hombre a caballo entró en la ciudad. Era un mensajero de Torko que venía a colocar en la plaza central un escrito sobre los acuerdos alcanzados la pasada noche en el Consejo de los Lacrags. Lo expuso sobre unos maderos y se marchó a veloz galope, ya que todavía debía dirigirse a Bunkoburgo y Celkoburgo para dejar su mensaje. Kiril y Akrog volvieron sobre sus pasos para leer el escrito. El joven alko devoraba con gran curiosidad cada una de las líneas que lo componían. Por el contrario Akrog apenas si dio un somero vistazo al mismo. Cuando terminó de leer el manifiesto, comenzó a importunar a su padre con continuas preguntas. Muchos e importantes eran los cambios que se avecinaban para los nerlingos y más aún si cabe para su persona, pues participaría en la iokane y si resultase vencedor, se convertiría en un hombre casado con una mujer a la que de nada conocía. Mientras tomaban nuevamente rumbo hacia el Bosque de Alkos, Akrog trataba de responder como podía a su curioso hijo. Lentamente, en la plaza central de Alkoburgo, la gente se iba agolpando alrededor del escrito firmado por Torko. Lo mismo ocurría en Bilkoburgo y Helkoburgo, y en pocos minutos en Bunkoburgo y Celkoburgo. El sentimiento que invadía al pueblo nerlingo era de sorpresa y estupor. Nadie hubiera imaginado por lo más remoto el hermanamiento con los que hasta solo hace unos días eran sus más acérrimos enemigos. Pero como era habitual en los nerlingos, no discutirían las órdenes de sus lacrags.
      Después de muchas zancadas, parecía que Akrog había conseguido saciar la hambrienta curiosidad de Kiril. Pensaba para sí que más le hubiera valido quedarse tumbado en su cama, ya que nuevamente había revivido paso a paso lo acontecido la pasada luna, en vez de evadirse como pretendía. Trataba de no exteriorizar la lucha interna en la que estaba inmerso, pero Kiril, que conocía de sobra el carácter reservado de su padre, sospechaba que algo no iba bien, ya que esa mañana Akrog estaba extrañamente locuaz. Como ya había formulado demasiadas preguntas decidió reservarse una para más tarde.
 
      Sin prisa pero sin pausa fueron ascendiendo por la cuesta de piedras mientras observaban el paisaje. Los árboles habían mudado sus verdes ropajes por otros de colores rojizos y amarillentos, incluso algunos comenzaban lentamente a desnudarse y cubrir la verde hierba de color ocre como si de una alfombra se tratase. Akrog contemplaba el goteo de hojas secas que caían de los árboles y sentía que el ocaso de su larga vida se aproximaba. Observaba al mismo tiempo con orgullo a su hijo, convertido en hombre de grandes cualidades, noble y generoso, futuro lacrag del clan alko. Mientras padre e hijo pensaban uno en el otro, llegaron al final de la pendiente. Comenzaron a avanzar por un terreno más llano que las lluvias de los últimos días habían dejado embarrado. Fue unos metros más adelante cuando Kiril halló unas huellas delatoras.
      ―Padre, mira aquí ―dijo Kiril―. Pisadas de ciervo, sin duda alguna.
      ―Parece que la suerte nos sonríe. No hemos tenido que esforzarnos demasiado para encontrar la pista de nuestra presa. Observa que son recientes ―dijo Akrog.
      ―Continúan en dirección a la zona de maleza ―señaló Kiril―. Apresurémonos, pues quizás no se encuentre demasiado lejos.
      Padre e hijo aceleraron el paso aguzando todos sus sentidos. Recorrieron cerca de un kilómetro hasta que volvieron a descubrir el rastro del venado. Unas hojas pisoteadas y nuevas huellas sobre el barro volvieron a ponerles sobre aviso. El animal estaba bordeando la floresta, sin alejarse demasiado de sus límites.
      ―Si vuelve al interior del bosque será muy difícil cazarlo ―dijo Akrog―. Caminemos por el linde, al cobijo de los árboles. De esa manera evitaremos que nos vea.
      Abandonaron el claro y se internaron unos metros en la vegetación avanzando en la misma dirección. Transcurrieron unos cuantos minutos hasta que por fin consiguieron avistar al cervatillo. Se mostraba en el claro exterior, comiendo un poco de pasto mientras observaba los alrededores cada vez que mordisqueaba la hierba. Akrog iba en primer lugar. Caminaba despacio, tratando de amortiguar sus pisadas para no ser descubierto. Kiril le seguía con la mirada puesta en el cervatillo. Solo unos cientos de metros les separaban de su presa. Paso a paso, conteniendo la respiración, se acercaban al animal. Akrog deslizó suavemente la mano derecha sobre su espalda, tomando una flecha del carcaj. Mientras seguía caminando sin perder de vista al venado, armó la flecha sobre el arco. Acortó la longitud de su zancada y comenzó lentamente a levantar su arco. Pero en ese mismo momento Kiril pisó una rama seca y un chasquido resonó en el bosque. Inmediatamente se quedaron clavados, inmóviles, pero ya era demasiado tarde. El cervatillo se había percatado de su presencia y había huido.
      ―¡Valiente compañero de caza! ―dijo refunfuñando Akrog―. Si por ti fuera nos moriríamos de hambre.
      ―No fue mi intención ahuyentar al venado ―se disculpó Kiril.
      ―Está bien. Démonos prisa ―respondió cortante Akrog―. Quizás aún tengamos una última oportunidad. Huyó hacia aquel descampado ―señaló Akrog.
      Vástago y progenitor aceleraron el paso. Cerca de diez minutos les costaría dar de nuevo con el cervatillo, eso si se detenía a completar la comida que interrumpieron los furtivos cazadores. Fue así cuando, tras ese lapso de tiempo, divisaron nuevamente al hambriento ciervo dando buena cuenta del pasto en un claro cercano.
      ―Esta vez intenta no ahuyentarlo ―dijo susurrando Akrog a Kiril.
      ―Trataré de no hacer ruido ―respondió Kiril resignado.
      Por segunda vez comenzaron el ritual de la caza. Sigilosamente se aproximaron como un depredador a su presa. Estudiaron el terreno y buscaron el punto óptimo desde el que disparar sobre el venado. Esta vez Kiril mantenía su mirada más pendiente del suelo que de la caza. Cuando se ubicaron a unos cincuenta metros del animal tomaron una flecha y armaron los brazos para disparar. El venado pastaba tranquilamente, confiado en que su carrera le había alejado definitivamente de aquellos torpes cazadores. Ese fue su error, pues tras tomar el último bocado de hierba, levantó su cabeza y los arcos de Akrog y Kiril cantaron, lanzando sus flechas a una velocidad endiablada. Cuando quiso darse cuenta de lo que ocurría, yacía muerto en el claro, con una flecha clavada en el lomo y otra que le atravesaba el cuello. Sin él saberlo, sería el último venado que serviría de cena para los nerlingos antes del gran día de la unificación.
      Kiril y Akrog abandonaron las sombras protectoras y se acercaron al cervatillo. Comprobaron que estaba muerto y le arrancaron las dos flechas que lo atravesaban. Akrog tomó una cuerda que portaba en su cinturón y la partió en dos con un cuchillo. Tomando uno de los dos trozos ató las patas delanteras del animal y con el otro las traseras.
      ―Kiril ―dijo a su hijo al tiempo que se incorporaba―, mi espalda está vieja y cansada, encorvada y dolorida, por lo que no podrá soportar la carga del animal. Por si eso no fuera suficiente, has hecho que camine más de lo necesario; si no hubieses espantado al venado hace rato que estaríamos camino de Alkoburgo, por lo que deberás cargar con él para redimir tus errores.
      ―¿Y es que acaso puedo negarme ante tal cúmulo de evidencias? ―dijo para sí Kiril, y cabizbajo por lo que le había dicho su padre y por el peso del animal sobre su cuello, comenzó a caminar de regreso a Alkoburgo.
     
      El sol se encontraba en su cenit, y a pesar que en esa estación del año la fuerza de sus rayos era menor, lograba que el sudor corriese por la frente de Kiril, ayudado por los más de sesenta kilos que el joven y espigado venado pesaba. Akrog le miraba y recordaba como su padre había hecho lo mismo con él hace ya muchos años. Por unos instantes, su corazón y su mente rejuvenecieron recordando sus años de juventud.
      ―Veo que tu curiosidad se ha aplacado. ¿O es que por ventura estás tan fatigado que no puedes articular palabra? ―dijo socarronamente Akrog.
      ―Suficiente castigo es acarrear este peso a mis espaldas como para que además te burles de mí ―respondió Kiril―. Pero ya que me brindas esta oportunidad, tengo una pregunta guardada que no me atreví a formularte esta mañana ―continuó Kiril una vez que detuvo su caminar y descargó al animal sobre el embarrado suelo―. ¿Por qué si a pesar de lo beneficioso que tú dices es para nuestro pueblo el pacto con los gronings, tengo la impresión que tu alma no descansa?, que lo que realmente tratas de hacerme creer es que no albergas ninguna duda sobre la alianza.
      Akrog miró a su hijo mientras Kiril trataba de recuperar el pulso normal de su acelerado corazón con aquel merecido descanso.
      ―Veo que me conoces mejor de lo que pensaba ―dijo el lacrag alko―. Veo que mis ojos te revelan mis temores, mis filias y mis fobias, y que tú, al igual que tu madre, sabes leer en ellos hasta el más profundo de mis pensamientos ―y sonrió complaciente mientras Kiril le devolvía una dulce mirada―. Cierto es, hijo mío, que aunque me haya decantado por el pacto con los gronings, no puedo evitar recelar de él. Torko fue ciertamente sincero en su exposición, en la que junto a paz y prosperidad habló de poder y temor. Es por ello que no consigo intuir el fin de las guerras. Sí quizás temporalmente con los gronings, pero a buen seguro que comenzarán otras contra los pueblos de Jactinia y Tierra Conocida, hasta conseguir el dominio de toda ella. Y será entonces el momento de comprobar las intenciones de perpetuación del pacto, cuando solamente quedemos ellos y nosotros como pueblos dominantes. La experiencia de estos largos años de batallas nos han demostrado que los gronings no comparten con nadie sus trofeos. Ese será el día crucial, para el que deberemos estar preparados. Si no lo es antes... ―y Akrog no terminó su frase, dejando las palabras suspendidas en el aire, como queriendo dejar entrever algo.
      ―¿Antes? ¿En qué momento? ―respondió con dos preguntas inmediatamente Kiril.
      ―Quizás el mismo día del pacto, no lo sé, o los meses venideros, cuando tras la boda de la hija de Zornik con uno de los nuestros y habiéndose ganado nuestra confianza, traten de... No estoy seguro, son solo vagas intuiciones. También me preocupa el que Torko se haya entrevistado personalmente con Zornik. Al Rey groning se le atribuyen poderes de magia oscura. Cuentan que fue criado por una especie de bruja, descendiente directa de uno de los nigromantes negros. Y los ojos de Torko... me inquietaron; parecían estar hechizados, brillantes, esa mirada fija y vacía a la vez, colmada de codicia.
      ―Padre, no creo que debieras preocuparte por los ojos de Torko, pues la codicia siempre brilló en ellos ―dijo Kiril.
      ―Las mismas palabras que han salido de tu boca fueron las que pronunciaron Thuma, Dulba y Guilemin ―dijo Akrog―. A pesar de que eso debiera tranquilizarme no hace sino agitarme más. ¿Estaré equivocado o seré el único que percibe que el mal vuela en círculos cada vez más cerrados sobre nosotros?
      ―Pienso que tu exceso de responsabilidad, el haber tratado de buscar lo mejor para nuestro pueblo y nuestro clan durante tus años de lacrag han hecho que te encuentres siempre vigilante y en guardia. Mucho y bien has luchado por todos nosotros y ha llegado la hora en que dejes que otros tomen el mando de la nación. Te has ganado el derecho a pasear alrededor del Lago Argul con el resto de ancianos del pueblo... ¡Ja, ja, ja! ―rió Kiril―. Vamos padre, olvídate de todo y disfrutemos de este venado en compañía de nuestros amigos. Verás que envidia despertaré en Maikel, Thelmor y los otros cuando les cuente como lo he cazado.
      ―Bien harías en decir que he sido yo quien lo he cazado ―respondió con prontitud Akrog―, pues fue mi flecha la primera que encontró al venado. Tú solo le acertaste una vez que yacía herido de muerte. Como además veo que tienes ganas de perder de vista a este viejo, me iré caminando solo hacia Alkoburgo al ritmo de un anciano.
      Kiril tomó con dificultad el animal y nuevamente se lo colocó a la espalda. Sujetó las patas con sus brazos y comenzó a correr detrás de su padre. Akrog continuaba con paso firme mientras de vez en cuando giraba la cabeza para ver sufrir a su hijo portando la pesada carga, al tiempo que esbozaba una sonrisa. Kiril le recordaba al pobre Tranco tirando de la carreta y ahora comprendía el padecimiento del animal. Y así, con largas zancadas, fueron recortando el camino que restaba hasta su hogar. Akrog se había olvidado por unos instantes de sus problemas y disfrutaba del bello paisaje, más desnudo y carente de ropajes a medida que avanzaba el otoño.
      ―Será un duro y frío invierno ―profetizó Akrog y girando completamente su cuerpo se dirigió a Kiril y le dijo―. Vamos, hijo, acelera el paso. Un joven como tú puede caminar más rápido. Pareces un viejo caballo cojo. Si no te apresuras las aves de carroña darán pasto de ti y del venado antes de llegar a Alkoburgo.
      ―¡Grrr! ―fue lo único que pudo farfullar entre dientes Kiril, mientras las gotas de sudor corrían como una cascada por su blanca tez.
 
      Habían transcurrido varias horas desde que los dos alkos habían regresado a su hogar. Akrog estaba asando la pieza de caza, mientras Kiril recolectaba comensales para la opípara cena. Torilo, Maikel, Oyvind, Ingvar y Thelmor fueron los afortunados estómagos que degustarían el sabroso manjar. Uno a uno fueron llegando a la casa de Akrog y siempre se repetía el mismo saludo.
      ―Buenas tardes, Akrog. Venimos a degustar el venado que tu hijo ha cazado y que amablemente nos ha invitado a compartir con vosotros.
      En ese momento Kiril y Akrog cruzaban sus miradas, se sonreían y entonces Akrog respondía:
      ―Perdonad que os corrija, pero el venado que Kiril ha cazado estaba ya muerto; muerto por mi flecha que le atravesó el cuello. Mi valeroso hijo remató a la peligrosa alimaña, no fuera a volverse contra nosotros en su agonía de muerte.
      Uno tras otro reían ante el sarcástico comentario de Akrog. Incluso Kiril, al que su padre siempre le había parecido muy ocurrente.
      ―El asado está casi a punto ―dijo Akrog―. Sentaros en torno a la mesa. Kiril, sirve por favor un poco de biluk a nuestros invitados.
      ―Con un poco no solucionaremos nada. Necesitaremos al menos un barril para saciar nuestros secos gaznates ―respondió Torilo, mientras todos se carcajeaban.
      Kiril presto a las órdenes de su padre, trajo de la despensa un barril de biluk del que fue sirviendo a cada uno de los comensales. En realidad hubo de hacerlo dos veces, pues la cerveza no duró apenas unos segundos en los vasos. Realmente estaban sedientos.
      Una vez apaciguaron su sed, apareció Akrog con el humeante y chispeante asado. El olor que emanaba hizo que algún estómago gritase de una manera desenfrenada.
      ―Cerrad vuestras sorprendidas bocas. ¿Es que no recordáis que además de ser el mejor cazador del clan, soy también el mejor cocinero? ―y mirando a Torilo añadió―; con el permiso de mi viejo amigo aquí presente, por supuesto.
      ―Dejémonos de halagos y empecemos a comer. La carne se enfriará si seguimos hablando como viejas alcahuetas ―dijo Thelmor mientras se abalanzaba sobre uno de los muslos del venado.
      Y tras Thelmor los demás fueron tomando trozos del animal que cortaban con sus afilados cuchillos y que posteriormente devoraban con sus aún más afilados dientes. El biluk corría por la mesa y no pasó mucho tiempo hasta que Kiril tuvo que levantarse a por un nuevo barril.
      ―¿Es quizás esta cena el preludio de la celebración por la boda de Kiril con la bella Ihola? ―dijo un eufórico Oyvind envuelto en los vapores del biluk.
      ―Sí, Kiril, seremos tus invitados de honor, ¿verdad? ―añadió Maikel, a la vez que un coro de risas acompañaban a su comentario.
      ―Para ello tendré que vencer en la iokane, y a pesar de ello, no sé si la hija de Zornik será de mi agrado... ―respondió Kiril apesadumbrado, pareciendo tomar repentinamente conciencia del cambio que sufriría su hasta ahora sosegada existencia en caso de triunfar en aquel desafío.
      ―No te apures mi buen amigo, nosotros te ayudaremos en tu entrenamiento y te daremos ánimos durante la competición ―respondió Ingvar.
      ―Además he oído que Ihola es una de las mujeres más bellas que existen. Dicen que tiene un largo y rizado pelo negro, que sus ojos se asemejan a dos esmeraldas en medio de su rostro, y que su cuerpo es un compendio de voluptuosas formas ―decía un embobado Maikel.
      ―Torilo, hora es que tu hijo encuentre esposa, pues parece que pierde la lucidez al hablar de mujeres. Quizás la bella Tarkia sería una buena pareja para él ―dijo Thelmor.
      ―¡Esa vieja solterona! ¡Ni aunque fuese la última mujer en toda Tierra Conocida me atrevería a desposarla! ―respondió airadamente Maikel.
      Los demás no podían mantenerse en sus sillas pues la risa les hacía tambalearse más que el propio biluk.
      En ese jovial ambiente transcurrió la animada cena en casa de Akrog. Del venado no quedó nada, ni siquiera las flechas que le habían dado muerte. Por el suelo de la estancia rodaban dos vacíos barriles de biluk, mientras un tercero presidía la mesa. Como en cualquier celebración nerlinga que se preciase los cánticos no tardaron en hacer acto de presencia. A pesar de que el biluk trababa sus lenguas, nadie perdía la ocasión de cantar y reír. Una de las canciones más celebradas fue la que improvisó Maikel sobre la posible boda de Kiril.
 
Como un ciervo por el campo corrió,
como una ardilla por el árbol trepó,
la bandera de los alkos tomó
y el corazón de la bella Ihola conquistó.
 
En la celebración un venado entero engulló
que con tres barriles de biluk acompañó.
Y cuando en el lecho de amor se acostó
como un viejo borracho dormido se quedó.
 
      Pasaron las horas y se fueron apagando los ecos de las canciones. La cerveza ahora los adormecía en vez de exaltarlos. La madrugada avanzaba y estaban agotados. Se despidieron como pudieron y abandonaron la casa, algunos sin poder mantener un rumbo fijo. Kiril completamente destrozado se dejó caer en su cama. En unos segundos el martilleo del biluk sobre su cabeza le dejó fuera de combate, abrazando un profundo y dulce sueño. Akrog tampoco tuvo problemas esa noche para conciliar el sueño, completamente desinhibido de sus recientes preocupaciones.
 
      Fue así como se consumieron los días hasta llegar a la fecha señalada. Por las mañanas Kiril acompañaba a pescar o a cazar a su padre y por las tardes se entrenaba durante las horas en que brillaba la luz de la estrella del día para competir en la iokane. Sus amigos Thelmor, Maikel, Oyvind e Ingvar le ayudaban, haciéndole esforzarse más de lo que él quisiera, sobre todo a la hora de trepar por los árboles, tarea ésta que no era del agrado de Kiril. También decidieron donde se colocarían para darle ánimos durante la iokane. Una loma a medio camino entre Lothikaton y Alkoburgo desde la que se divisaba gran parte del recorrido fue el lugar elegido. El apretado pinar que la coronaba les resguardaría del viento durante la espera.
      Akrog había recuperado parte de la paz interior perdida, aunque aún permanecían latentes en él el temor y la duda. Rezaba con devoción a su diosa para que todo transcurriese por los cauces de la hermandad y que el río de la guerra no se desbordase anegando con su sangre las tierras nerlingas. Solamente unas lunas le separaban de su destino y sabía que ya nada podría impedirlo. Para bien o para mal, la suerte estaba echada.

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