Seguimos con las entregas de los primeros capítulos de Crónicas Nerlingas I. La Traición Groning, para que todos aquellos que no la habéis leído os animéis a hacerlo y de esa manera podáis sumergiros de lleno en la saga, que tendrá su pronta continuación en diciembre de este años con el segundo libro, Crónicas Nerlingas II. El Sexto Clan.
Os dejo pues con la lectura del penúltimo capítulo que os ofrezco de manera gratuita: Días de Espera
Que lo disfrutéis,
Gorka
El tempranero canto de un gallo despertó bruscamente a
Kiril de sus sueños. Un nuevo día, en el que el sol volvía a trepar por las
Montañas Nerlingas, había nacido. La tormenta desatada la pasada luna había
escampado y el cielo se encontraba libre de aquellos negros nubarrones. Como
todas las mañanas, contempló desde la ventana de su cabaña las tranquilas aguas
del grandioso Lago Argul, y dio gracias a Nerlinguia por habitar en aquellos
hermosos parajes. A pesar de su espíritu aventurero y sus ansias de conocer el
mar, amaba por encima de todo las tierras en las que había sido alumbrado.
En la otra
habitación de la cabaña, hacía algo más de media hora que Akrog permanecía
tumbado en su cama con los ojos perdidos en alguna de las esquinas de la estancia. Su mente
trataba de asimilar las decisiones tomadas el día anterior en Lothikaton.
Regresó de la capital a medianoche, agotado por las preocupaciones que lo
abrumaban, tratando sin conseguirlo de acallar a su conciencia que lo fustigaba
sobre la ya inamovible decisión. Se percató que si seguía allí tumbado con la
mente en blanco, todos esos temores le atormentarían hasta volverle loco. Por
ello, se incorporó de un salto de la cama con el decidido propósito de ocupar
los días venideros labrando el campo, cazando, o pescando en compañía de su
hijo Kiril.
―Hijo mío,
buenos días ―dijo Akrog.
―Buenos días,
padre ―respondió Kiril―. Toma un poco del caldo que estoy preparando para
nuestro desayuno.
―Gracias. Esto
me entonará un poco ―le sonrió su padre.
Bebiendo a
pequeños sorbos del vaso se sentó en una de las sillas y picoteó unos trozos de
pastel de bayas.
―Kiril, he
pensado que hoy sería un buen día para ir de caza ―sugirió Akrog―. El tiempo
está despejado y seguro que algún ciervo se deja ver por el Bosque de Alkos. Si
cazásemos uno podríamos invitar a Torilo y Maikel a cenar. ¿Qué te parece la
idea? ―le preguntó.
―Me parece una
estupenda idea. El tiempo es bueno y no hace viento, así que los venados no podrán
olfatearnos. Hace ya unos días que no me he lavado... ¡ja, ja, ja! Las aguas
del lago están cada vez más frías ―dijo Kiril a la vez que reía con su padre.
―Entonces no se
hable más. Terminaremos el desayuno y tomaremos nuestros arcos y carcajs.
¡Prepararos venados, el reciente campeón del concurso de tiro va a por
vosotros! ―gritó Akrog, pero Kiril no se atrevió a responder, pues suficiente
fue el escarmiento que recibió días atrás.
Una vez
terminaron el desayuno, se armaron convenientemente para dirigirse al Bosque de
Alkos. Cuando estaban a punto de abandonar Alkoburgo, un hombre a caballo entró
en la ciudad. Era
un mensajero de Torko que venía a colocar en la plaza central un escrito sobre
los acuerdos alcanzados la pasada noche en el Consejo de los Lacrags. Lo expuso
sobre unos maderos y se marchó a veloz galope, ya que todavía debía dirigirse a
Bunkoburgo y Celkoburgo para dejar su mensaje. Kiril y Akrog volvieron sobre
sus pasos para leer el escrito. El joven alko devoraba con gran curiosidad cada
una de las líneas que lo componían. Por el contrario Akrog apenas si dio un
somero vistazo al mismo. Cuando terminó de leer el manifiesto, comenzó a
importunar a su padre con continuas preguntas. Muchos e importantes eran los
cambios que se avecinaban para los nerlingos y más aún si cabe para su persona,
pues participaría en la iokane y si resultase vencedor, se convertiría en un
hombre casado con una mujer a la que de nada conocía. Mientras tomaban
nuevamente rumbo hacia el Bosque de Alkos, Akrog trataba de responder como
podía a su curioso hijo. Lentamente, en la plaza central de Alkoburgo, la gente
se iba agolpando alrededor del escrito firmado por Torko. Lo mismo ocurría en
Bilkoburgo y Helkoburgo, y en pocos minutos en Bunkoburgo y Celkoburgo. El
sentimiento que invadía al pueblo nerlingo era de sorpresa y estupor. Nadie
hubiera imaginado por lo más remoto el hermanamiento con los que hasta solo
hace unos días eran sus más acérrimos enemigos. Pero como era habitual en los
nerlingos, no discutirían las órdenes de sus lacrags.
Después de
muchas zancadas, parecía que Akrog había conseguido saciar la hambrienta
curiosidad de Kiril. Pensaba para sí que más le hubiera valido quedarse tumbado
en su cama, ya que nuevamente había revivido paso a paso lo acontecido la pasada
luna, en vez de evadirse como pretendía. Trataba de no exteriorizar la lucha
interna en la que estaba inmerso, pero Kiril, que conocía de sobra el carácter
reservado de su padre, sospechaba que algo no iba bien, ya que esa mañana Akrog
estaba extrañamente locuaz. Como ya había formulado demasiadas preguntas
decidió reservarse una para más tarde.
Sin prisa pero
sin pausa fueron ascendiendo por la cuesta de piedras mientras observaban el
paisaje. Los árboles habían mudado sus verdes ropajes por otros de colores
rojizos y amarillentos, incluso algunos comenzaban lentamente a desnudarse y
cubrir la verde hierba de color ocre como si de una alfombra se tratase. Akrog
contemplaba el goteo de hojas secas que caían de los árboles y sentía que el
ocaso de su larga vida se aproximaba. Observaba al mismo tiempo con orgullo a
su hijo, convertido en hombre de grandes cualidades, noble y generoso, futuro
lacrag del clan alko. Mientras padre e hijo pensaban uno en el otro, llegaron
al final de la
pendiente. Comenzaron a avanzar por un terreno más llano que
las lluvias de los últimos días habían dejado embarrado. Fue unos metros más
adelante cuando Kiril halló unas huellas delatoras.
―Padre, mira
aquí ―dijo Kiril―. Pisadas de ciervo, sin duda alguna.
―Parece que la
suerte nos sonríe. No hemos tenido que esforzarnos demasiado para encontrar la
pista de nuestra presa. Observa que son recientes ―dijo Akrog.
―Continúan en
dirección a la zona de maleza ―señaló Kiril―. Apresurémonos, pues quizás no se
encuentre demasiado lejos.
Padre e hijo
aceleraron el paso aguzando todos sus sentidos. Recorrieron cerca de un
kilómetro hasta que volvieron a descubrir el rastro del venado. Unas hojas pisoteadas
y nuevas huellas sobre el barro volvieron a ponerles sobre aviso. El animal
estaba bordeando la floresta, sin alejarse demasiado de sus límites.
―Si vuelve al
interior del bosque será muy difícil cazarlo ―dijo Akrog―. Caminemos por el
linde, al cobijo de los árboles. De esa manera evitaremos que nos vea.
Abandonaron el
claro y se internaron unos metros en la vegetación avanzando en la misma
dirección. Transcurrieron unos cuantos minutos hasta que por fin consiguieron
avistar al cervatillo. Se mostraba en el claro exterior, comiendo un poco de
pasto mientras observaba los alrededores cada vez que mordisqueaba la hierba. Akrog iba en
primer lugar. Caminaba despacio, tratando de amortiguar sus pisadas para no ser
descubierto. Kiril le seguía con la mirada puesta en el cervatillo. Solo unos
cientos de metros les separaban de su presa. Paso a paso, conteniendo la
respiración, se acercaban al animal. Akrog deslizó suavemente la mano derecha
sobre su espalda, tomando una flecha del carcaj. Mientras seguía caminando sin
perder de vista al venado, armó la flecha sobre el arco. Acortó la longitud de
su zancada y comenzó lentamente a levantar su arco. Pero en ese mismo momento
Kiril pisó una rama seca y un chasquido resonó en el bosque. Inmediatamente se
quedaron clavados, inmóviles, pero ya era demasiado tarde. El cervatillo se
había percatado de su presencia y había huido.
―¡Valiente
compañero de caza! ―dijo refunfuñando Akrog―. Si por ti fuera nos moriríamos de
hambre.
―No fue mi
intención ahuyentar al venado ―se disculpó Kiril.
―Está bien.
Démonos prisa ―respondió cortante Akrog―. Quizás aún tengamos una última
oportunidad. Huyó hacia aquel descampado ―señaló Akrog.
Vástago y
progenitor aceleraron el paso. Cerca de diez minutos les costaría dar de nuevo
con el cervatillo, eso si se detenía a completar la comida que interrumpieron
los furtivos cazadores. Fue así cuando, tras ese lapso de tiempo, divisaron
nuevamente al hambriento ciervo dando buena cuenta del pasto en un claro
cercano.
―Esta vez
intenta no ahuyentarlo ―dijo susurrando Akrog a Kiril.
―Trataré de no
hacer ruido ―respondió Kiril resignado.
Por segunda vez
comenzaron el ritual de la caza. Sigilosamente se aproximaron como un
depredador a su presa. Estudiaron el terreno y buscaron el punto óptimo desde
el que disparar sobre el venado. Esta vez Kiril mantenía su mirada más
pendiente del suelo que de la
caza. Cuando se ubicaron a unos cincuenta metros del animal
tomaron una flecha y armaron los brazos para disparar. El venado pastaba
tranquilamente, confiado en que su carrera le había alejado definitivamente de
aquellos torpes cazadores. Ese fue su error, pues tras tomar el último bocado
de hierba, levantó su cabeza y los arcos de Akrog y Kiril cantaron, lanzando
sus flechas a una velocidad endiablada. Cuando quiso darse cuenta de lo que
ocurría, yacía muerto en el claro, con una flecha clavada en el lomo y otra que
le atravesaba el cuello. Sin él saberlo, sería el último venado que serviría de
cena para los nerlingos antes del gran día de la unificación.
Kiril y Akrog
abandonaron las sombras protectoras y se acercaron al cervatillo. Comprobaron
que estaba muerto y le arrancaron las dos flechas que lo atravesaban. Akrog
tomó una cuerda que portaba en su cinturón y la partió en dos con un cuchillo. Tomando
uno de los dos trozos ató las patas delanteras del animal y con el otro las
traseras.
―Kiril ―dijo a
su hijo al tiempo que se incorporaba―, mi espalda está vieja y cansada,
encorvada y dolorida, por lo que no podrá soportar la carga del animal. Por si
eso no fuera suficiente, has hecho que camine más de lo necesario; si no
hubieses espantado al venado hace rato que estaríamos camino de Alkoburgo, por
lo que deberás cargar con él para redimir tus errores.
―¿Y es que
acaso puedo negarme ante tal cúmulo de evidencias? ―dijo para sí Kiril, y
cabizbajo por lo que le había dicho su padre y por el peso del animal sobre su
cuello, comenzó a caminar de regreso a Alkoburgo.
El sol se
encontraba en su cenit, y a pesar que en esa estación del año la fuerza de sus
rayos era menor, lograba que el sudor corriese por la frente de Kiril, ayudado
por los más de sesenta kilos que el joven y espigado venado pesaba. Akrog le
miraba y recordaba como su padre había hecho lo mismo con él hace ya muchos
años. Por unos instantes, su corazón y su mente rejuvenecieron recordando sus
años de juventud.
―Veo que tu
curiosidad se ha aplacado. ¿O es que por ventura estás tan fatigado que no
puedes articular palabra? ―dijo socarronamente Akrog.
―Suficiente
castigo es acarrear este peso a mis espaldas como para que además te burles de
mí ―respondió Kiril―. Pero ya que me brindas esta oportunidad, tengo una
pregunta guardada que no me atreví a formularte esta mañana ―continuó Kiril una
vez que detuvo su caminar y descargó al animal sobre el embarrado suelo―. ¿Por
qué si a pesar de lo beneficioso que tú dices es para nuestro pueblo el pacto
con los gronings, tengo la impresión que tu alma no descansa?, que lo que
realmente tratas de hacerme creer es que no albergas ninguna duda sobre la
alianza.
Akrog miró a su
hijo mientras Kiril trataba de recuperar el pulso normal de su acelerado
corazón con aquel merecido descanso.
―Veo que me
conoces mejor de lo que pensaba ―dijo el lacrag alko―. Veo que mis ojos te
revelan mis temores, mis filias y mis fobias, y que tú, al igual que tu madre,
sabes leer en ellos hasta el más profundo de mis pensamientos ―y sonrió
complaciente mientras Kiril le devolvía una dulce mirada―. Cierto es, hijo mío,
que aunque me haya decantado por el pacto con los gronings, no puedo evitar
recelar de él. Torko fue ciertamente sincero en su exposición, en la que junto
a paz y prosperidad habló de poder y temor. Es por ello que no consigo intuir
el fin de las guerras. Sí quizás temporalmente con los gronings, pero a buen
seguro que comenzarán otras contra los pueblos de Jactinia y Tierra Conocida,
hasta conseguir el dominio de toda ella. Y será entonces el momento de
comprobar las intenciones de perpetuación del pacto, cuando solamente quedemos
ellos y nosotros como pueblos dominantes. La experiencia de estos largos años
de batallas nos han demostrado que los gronings no comparten con nadie sus
trofeos. Ese será el día crucial, para el que deberemos estar preparados. Si no
lo es antes... ―y Akrog no terminó su frase, dejando las palabras suspendidas
en el aire, como queriendo dejar entrever algo.
―¿Antes? ¿En
qué momento? ―respondió con dos preguntas inmediatamente Kiril.
―Quizás el
mismo día del pacto, no lo sé, o los meses venideros, cuando tras la boda de la
hija de Zornik con uno de los nuestros y habiéndose ganado nuestra confianza,
traten de... No estoy seguro, son solo vagas intuiciones. También me preocupa
el que Torko se haya entrevistado personalmente con Zornik. Al Rey groning se
le atribuyen poderes de magia oscura. Cuentan que fue criado por una especie de
bruja, descendiente directa de uno de los nigromantes negros. Y los ojos de
Torko... me inquietaron; parecían estar hechizados, brillantes, esa mirada fija
y vacía a la vez, colmada de codicia.
―Padre, no creo
que debieras preocuparte por los ojos de Torko, pues la codicia siempre brilló
en ellos ―dijo Kiril.
―Las mismas
palabras que han salido de tu boca fueron las que pronunciaron Thuma, Dulba y
Guilemin ―dijo Akrog―. A pesar de que eso debiera tranquilizarme no hace sino
agitarme más. ¿Estaré equivocado o seré el único que percibe que el mal vuela
en círculos cada vez más cerrados sobre nosotros?
―Pienso que tu
exceso de responsabilidad, el haber tratado de buscar lo mejor para nuestro
pueblo y nuestro clan durante tus años de lacrag han hecho que te encuentres
siempre vigilante y en guardia. Mucho y bien has luchado por todos nosotros y ha
llegado la hora en que dejes que otros tomen el mando de la nación. Te has ganado
el derecho a pasear alrededor del Lago Argul con el resto de ancianos del
pueblo... ¡Ja, ja, ja! ―rió Kiril―. Vamos padre, olvídate de todo y disfrutemos
de este venado en compañía de nuestros amigos. Verás que envidia despertaré en
Maikel, Thelmor y los otros cuando les cuente como lo he cazado.
―Bien harías en
decir que he sido yo quien lo he cazado ―respondió con prontitud Akrog―, pues
fue mi flecha la primera que encontró al venado. Tú solo le acertaste una vez
que yacía herido de muerte. Como además veo que tienes ganas de perder de vista
a este viejo, me iré caminando solo hacia Alkoburgo al ritmo de un anciano.
Kiril tomó con
dificultad el animal y nuevamente se lo colocó a la espalda. Sujetó
las patas con sus brazos y comenzó a correr detrás de su padre. Akrog
continuaba con paso firme mientras de vez en cuando giraba la cabeza para ver
sufrir a su hijo portando la pesada carga, al tiempo que esbozaba una sonrisa.
Kiril le recordaba al pobre Tranco tirando de la carreta y ahora comprendía el
padecimiento del animal. Y así, con largas zancadas, fueron recortando el
camino que restaba hasta su hogar. Akrog se había olvidado por unos instantes
de sus problemas y disfrutaba del bello paisaje, más desnudo y carente de
ropajes a medida que avanzaba el otoño.
―Será un duro y
frío invierno ―profetizó Akrog y girando completamente su cuerpo se dirigió a
Kiril y le dijo―. Vamos, hijo, acelera el paso. Un joven como tú puede caminar
más rápido. Pareces un viejo caballo cojo. Si no te apresuras las aves de
carroña darán pasto de ti y del venado antes de llegar a Alkoburgo.
―¡Grrr! ―fue lo
único que pudo farfullar entre dientes Kiril, mientras las gotas de sudor
corrían como una cascada por su blanca tez.
Habían
transcurrido varias horas desde que los dos alkos habían regresado a su hogar.
Akrog estaba asando la pieza de caza, mientras Kiril recolectaba comensales
para la opípara cena. Torilo, Maikel, Oyvind, Ingvar y Thelmor fueron los
afortunados estómagos que degustarían el sabroso manjar. Uno a uno fueron
llegando a la casa de Akrog y siempre se repetía el mismo saludo.
―Buenas tardes,
Akrog. Venimos a degustar el venado que tu hijo ha cazado y que amablemente nos
ha invitado a compartir con vosotros.
En ese momento
Kiril y Akrog cruzaban sus miradas, se sonreían y entonces Akrog respondía:
―Perdonad que
os corrija, pero el venado que Kiril ha cazado estaba ya muerto; muerto por mi
flecha que le atravesó el cuello. Mi valeroso hijo remató a la peligrosa
alimaña, no fuera a volverse contra nosotros en su agonía de muerte.
Uno tras otro
reían ante el sarcástico comentario de Akrog. Incluso Kiril, al que su padre
siempre le había parecido muy ocurrente.
―El asado está
casi a punto ―dijo Akrog―. Sentaros en torno a la mesa. Kiril , sirve por
favor un poco de biluk a nuestros invitados.
―Con un poco no
solucionaremos nada. Necesitaremos al menos un barril para saciar nuestros
secos gaznates ―respondió Torilo, mientras todos se carcajeaban.
Kiril presto a
las órdenes de su padre, trajo de la despensa un barril de biluk del que fue
sirviendo a cada uno de los comensales. En realidad hubo de hacerlo dos veces,
pues la cerveza no duró apenas unos segundos en los vasos. Realmente estaban
sedientos.
Una vez
apaciguaron su sed, apareció Akrog con el humeante y chispeante asado. El olor
que emanaba hizo que algún estómago gritase de una manera desenfrenada.
―Cerrad
vuestras sorprendidas bocas. ¿Es que no recordáis que además de ser el mejor
cazador del clan, soy también el mejor cocinero? ―y mirando a Torilo añadió―;
con el permiso de mi viejo amigo aquí presente, por supuesto.
―Dejémonos de
halagos y empecemos a comer. La carne se enfriará si seguimos hablando como
viejas alcahuetas ―dijo Thelmor mientras se abalanzaba sobre uno de los muslos
del venado.
Y tras Thelmor
los demás fueron tomando trozos del animal que cortaban con sus afilados
cuchillos y que posteriormente devoraban con sus aún más afilados dientes. El
biluk corría por la mesa y no pasó mucho tiempo hasta que Kiril tuvo que
levantarse a por un nuevo barril.
―¿Es quizás
esta cena el preludio de la celebración por la boda de Kiril con la bella Ihola ? ―dijo un
eufórico Oyvind envuelto en los vapores del biluk.
―Sí, Kiril,
seremos tus invitados de honor, ¿verdad? ―añadió Maikel, a la vez que un coro
de risas acompañaban a su comentario.
―Para ello
tendré que vencer en la iokane, y a pesar de ello, no sé si la hija de Zornik
será de mi agrado... ―respondió Kiril apesadumbrado, pareciendo tomar
repentinamente conciencia del cambio que sufriría su hasta ahora sosegada
existencia en caso de triunfar en aquel desafío.
―No te apures
mi buen amigo, nosotros te ayudaremos en tu entrenamiento y te daremos ánimos
durante la competición ―respondió Ingvar.
―Además he oído
que Ihola es una de las mujeres más bellas que existen. Dicen que tiene un
largo y rizado pelo negro, que sus ojos se asemejan a dos esmeraldas en medio
de su rostro, y que su cuerpo es un compendio de voluptuosas formas ―decía un
embobado Maikel.
―Torilo, hora
es que tu hijo encuentre esposa, pues parece que pierde la lucidez al hablar de
mujeres. Quizás la bella
Tarkia sería una buena pareja para él ―dijo Thelmor.
―¡Esa vieja
solterona! ¡Ni aunque fuese la última mujer en toda Tierra Conocida me
atrevería a desposarla! ―respondió airadamente Maikel.
Los demás no
podían mantenerse en sus sillas pues la risa les hacía tambalearse más que el
propio biluk.
En ese jovial
ambiente transcurrió la animada cena en casa de Akrog. Del venado no quedó
nada, ni siquiera las flechas que le habían dado muerte. Por el suelo de la
estancia rodaban dos vacíos barriles de biluk, mientras un tercero presidía la mesa. Como en cualquier
celebración nerlinga que se preciase los cánticos no tardaron en hacer acto de
presencia. A pesar de que el biluk trababa sus lenguas, nadie perdía la ocasión
de cantar y reír. Una de las canciones más celebradas fue la que improvisó
Maikel sobre la posible boda de Kiril.
Como un ciervo por el campo corrió,
como una ardilla por el árbol trepó,
la bandera de los alkos tomó
y el corazón de la bella Ihola conquistó.
En la celebración un venado entero engulló
que con tres barriles de biluk acompañó.
Y cuando en el lecho de amor se acostó
como un viejo borracho dormido se quedó.
Pasaron las
horas y se fueron apagando los ecos de las canciones. La cerveza ahora los
adormecía en vez de exaltarlos. La madrugada avanzaba y estaban agotados. Se
despidieron como pudieron y abandonaron la casa, algunos sin poder mantener un
rumbo fijo. Kiril completamente destrozado se dejó caer en su cama. En unos
segundos el martilleo del biluk sobre su cabeza le dejó fuera de combate,
abrazando un profundo y dulce sueño. Akrog tampoco tuvo problemas esa noche
para conciliar el sueño, completamente desinhibido de sus recientes
preocupaciones.
Fue así como se
consumieron los días hasta llegar a la fecha señalada. Por las mañanas Kiril
acompañaba a pescar o a cazar a su padre y por las tardes se entrenaba durante
las horas en que brillaba la luz de la estrella del día para competir en la iokane. Sus amigos
Thelmor, Maikel, Oyvind e Ingvar le ayudaban, haciéndole esforzarse más de lo
que él quisiera, sobre todo a la hora de trepar por los árboles, tarea ésta que
no era del agrado de Kiril. También decidieron donde se colocarían para darle
ánimos durante la iokane.
Una loma a medio camino entre Lothikaton y Alkoburgo desde la
que se divisaba gran parte del recorrido fue el lugar elegido. El apretado
pinar que la coronaba les resguardaría del viento durante la espera.
Akrog había
recuperado parte de la paz interior perdida, aunque aún permanecían latentes en
él el temor y la duda. Rezaba con devoción a su diosa para que todo
transcurriese por los cauces de la hermandad y que el río de la guerra no se
desbordase anegando con su sangre las tierras nerlingas. Solamente unas lunas
le separaban de su destino y sabía que ya nada podría impedirlo. Para bien o
para mal, la suerte estaba echada.
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